3 de abril de 2016

Julián Villafañe*


Julián Villafañe frente a El cuarto de

Los reencuentros son maravillosos. Gracias a esa nueva mirada que propician, surgen nuevas aristas, brilla algo que antes se ocultó a nuestros sentidos, el afecto se verifica y se abren nuevas compuertas para el entendimiento del otro. Cuando lo que revisitamos es la obra de un artista, redescubrimos inspiraciones, etapas, piezas, temas y obsesiones, que enriquecen la dimensión crítica.


  

Conocí la obra de Julián Villafañe a principios de la década de 2000. En ese entonces el artista merideño se había hecho conocido nacionalmente con una propuesta expresionista muy colorida, de intensa pincelada y de tema recurrente: los heladeros. Un fiero grafismo, muy urbano y que nos recordaba a Basquiat, podía verse en estas piezas, que poco a poco fueron adquiriendo mayor libertad expresiva, un trazo más abierto, y un tratamiento espacial muchas veces asociado al graffiti. Los vendedores de helado se convirtieron entonces en un icono de su trabajo, en el que el artista hacía un pequeño homenaje a los inmigrantes haitianos que se dedican a este oficio, cuya vida humilde había conocido en Puerto La Cruz. Pero la sensibilidad de Villafañe es compleja: la nutren las vivencias –su vida retirado en el páramo, sus movimientos citadinos, las personas que conoce, los espacios que habita– pero la transforma una inquieta interioridad, que establece relaciones muy personales entre lo percibido, lo vivido, y su traslación en lo plástico o lo icónico. Hoy, me sorprende conocer que los heladeros fueron creados también por el recuerdo de la neblina paramera, de ese frío que en tierras calientes solo es resguardado en el pequeño «carro de los helados».


Años más tarde, Villafañe ha llevado a cabo cuadros en los que combina un fondo cuadriculado sobre los que dispone figuras humanas y objetos estilizados y lineales. Todas estas piezas están realizadas con gruesas capas de pigmento, pero el fondo ortogonal logra equilibrar el bullente grafismo que, como fragmentos de caricaturas o de dibujos callejeros, se emplazan en cada celda. De hecho, la textura y el color, cobran una importancia determinante en esta etapa, en concomitancia con el trazo de las figuras.


En este nuevo encuentro redescubro a Villafañe como un excelente colorista, en el que el color está indefectiblemente ligado a la materia, al pigmento que lo hace «ser» sobre el lienzo. La textura-color se ha venido desarrollando como un elemento principalísimo de su lenguaje. En algunas piezas de estos últimos años, Villafañe abandona la figuración y desarrolla planos abstractos, contundentes, de hermosísimo cromatismo. En otras, las figuras apenas se insinúan o se desdibujan entre la profusión de texturas, y entonces el artista nos regala una imagen de indómito ensueño. 


En Villafañe la reflexión sobre el hecho pictórico, sobre lo que lo nutre y vivifica, y sobre cómo se manifiesta esto plásticamente, es un ejercicio permanente. Esta característica de su personalidad artística es fundamental para entender su obra reciente, en la que su pasión por la textura-color llega al límite creativo. En un acto que buscar hacer palpable la fisicidad del color y conjurar la imposibilidad básica de la pintura de «ser» en la tridimensionalidad, el artista crea piezas en las que incorpora pequeños bloques hechos con una pasta que elabora con restos de óleo seco obtenidos por raspado. Estos bloques son colocados sobre el lienzo a manera de cuadros que sobresalen del plano. En obras como El cuarto de la ortogonal se quiebra, y los bloques junto a los pequeños cuadros pintados, son dispuestos libremente sobre la superficie, que cobra un notable dinamismo. La imagen es como un compendio de múltiples miradas que aparecen, en ella, simultáneamente.


En nuevas piezas, los cuadros de la superficie se transforman en balcones en los que aparecen pequeñas figuras que se asoman. El lienzo es, entonces, la fachada en un inmenso edificio cuyos límites no vemos. «Los edificios son también las literas de cinco pisos en las que dormían los heladeros haitianos cuando los conocí», me cuenta Julián en una conversación. Me sorprende entonces cómo todo se vincula y cómo resuenan en su obra estas vivencias, no en su aspecto anecdótico, sino emergiendo como obsesiones visuales que tienen un inusitado correlato plástico.



Katherine Chacón


* Texto publicado en el catálogo de la exposición «Balcones» de Julián Villafañe. Galería Okyo, Caracas, abril de 2016, díptico.


© Katherine Chacón

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