I
Mario
Abreu fue un creador singular. Su obra estuvo siempre alejada de lo
específicamente estético y, por ello, rehuyó de las modas artísticas y, en
general, se mantuvo apartado de los presupuestos críticos de la época. Su
trabajo revelaba su temperamento agreste nutrido de las tradiciones de la Venezuela rural de las
primeras décadas del siglo XX y, al mismo tiempo, una muy rara apertura hacia
los contenidos del inconsciente, lo que lo llevaba a conectarse de una manera
muy personal con la naturaleza, el paisaje, la fauna, el cosmos, la mujer y
consigo mismo. Este modo particular de entender la existencia y el mundo como
un sistema de relaciones ocultas, como un todo imbricado participante de una
misma conciencia y energía, lo hizo preferir ciertas certezas y desdeñar lo
superfluo. Por eso él y su obra eran directos, poco complacientes, ciertamente
extraños e innegablemente únicos.
Por
esta misma razón, el cabal significado de la obra de Mario Abreu, y su decisiva
importancia dentro del contexto del arte venezolano aún no han sido justamente
comprendidos. Artista nada solícito, de temperamento esquivo, cuyo lenguaje
traducía por una parte, ese «fiero instinto terrestre» del que habla Juan
Calzadilla, y por otra, el espíritu innovador de las vanguardias europeas, vertido
en su afán de abandonar los cánones preestablecidos de creación, y adentrarse
en nuevos modos de expresión plástica, Mario Abreu se yergue como una figura
cuyos modos de hacer y comprender el arte han alentado buena parte de la indagación
plástica en nuestro país.
Mario Abreu Foto: Enrique Hernández D'Jesús |
Como
bien lo supo exponer el artista venezolano Carlos Contramaestre: «La dimensión
portentosa y la originalidad sin precedentes de Mario Abreu dentro del arte
venezolano aún no ha sido examinada, ni estudiada exhaustivamente como se
merece. Ni siquiera la crítica de arte más acreditada del país se ha detenido a
evaluar con el rigor necesario cada uno de los momentos o hitos de mayor
creatividad que marcaron su evolución artística y se tradujeron en sólidos
aportes a la vanguardia del arte latinoamericano dentro del contexto universal.
El equívoco y la confusión de la crítica fue poner todo su énfasis en lo que
resultaba obvio y evidente, identificando la obra plástica de Mario Abreu con
la mágica y popular que, desde luego, limita la diversidad y complejidad
semántica de su obra. Crítica superficial, que no va al fondo de ella y por el
contrario escamotea su contenido profundo, universal, arraigado a las vivencias
de este artista que trabaja los lenguajes contemporáneos y es prisionero de
ellos, asimilándolos y eligiendo lo que es afín a su expresión renovadora»[1].
También
la mirada aguda de la crítico de arte argentina Marta Traba supo entrever la
personalidad singular de Abreu. Su apreciación de la obra del artista aragüeño complementa
la evaluación de Contramaestre, al analizar su impronta dentro del contexto socio-cultural
venezolano: «Creo que hay una confusión respecto a este venezolano situado por
fuera de las corrientes dominantes y de los grupos de presión artística. La
gran confusión empieza cuando se desestima a lo largo de los años un trabajo
evidentemente original y representativo de las fuerzas y valores culturales que
se mueven soterradamente en el país, tras su fachada tecnológica y petrolera»[2].
Pero
quizás fue el propio Abreu quien, en pleno conocimiento de las pulsiones que se
hallaban como sustento de sus búsquedas artísticas –y, en su caso, ligadas
íntimamente a su concepción de la existencia–
diera una opinión muy acertada sobre las distancias que separaban su
trabajo de las escuelas críticas «formales», al manifestar en una entrevista
dada a Alberto Hernández, lo siguiente: «considero que en un país donde no
existe una crítica especializada los poetas vienen a ser los más cercanos a una
genuina interpretación de mi plástica. Una de las fallas de la pintura
venezolana ha sido la poca comunicación entre los artistas plásticos y los
poetas que son los más próximos a un estado de revelación del inconsciente»[3].
No en
balde fueron los poetas, en gran medida, quienes acogieron desde el comienzo y
con gran entusiasmo, el trabajo de Abreu, que estaba cargado de contenidos
oscuros y yendo siempre a contracorriente de las modas artísticas, del buen
gusto e, incluso, de los valores entronizados dentro del campo de lo
propiamente estético. Fueron los escritores los grandes amigos de Mario Abreu.
Fueron ellos también quienes se acercaron a su trabajo desde un lenguaje afín,
alejado de la lógica cartesiana, en el que abundan las imágenes, las
correspondencias, la conciencia de lo trascendente. Según Juan Liscano, la obra
de Abreu, al estar «más cerca del simbolismo y del decorativismo decimonónico
que de la sofisticada secuela de procedimientos plásticos cualitativos y
constructivistas, negado a lo anecdótico y literario (…) no despierta
entusiasmo en la crítica analítica purista sino en poetas y literatos. Casi
todos los poetas venezolanos le han dedicado composiciones o han escrito sobre
él. Es el pintor de los escritores y poetas»[4].
En el poema
«Gran mago» que le dedicara el escritor venezolano Caupolicán Ovalles, puede
leerse: «Tú, Gran Mago, Mario Abreu/serás siempre el pajarraco que viene del
porvenir de una nube/ la perla oculta en la sonrisa del Emir/ la guitarra que
toca el lobo de la noche/ el gato de la mirada de susurro/el oro azul que sube
hacia el techo de la reina de la arena enamorada/ el violín en el ajuar del
arlequín/ el ring del cigarrón/ la muñeca de pierna escarlata que baila siempre
para ti en el gong/ del barco pirata/ el señor de la floresta azul/ el pez de
colores que abraza la Esfinge /
el pintor de látigo de plata/la noche…».
II
Mario
Abreu nace en 1919 en Turmero, localidad de Aragua, estado situado en la zona
centro norte del país. Su madre fue Georgina Abreu y el esposo de ésta, Ramón
Pérez Guerrero, fungirá como figura paterna durante toda su vida, ya que Abreu
conocerá a su padre biológico a la edad de ocho años.
Las
primeras impresiones del niño Mario Abreu provienen de las costumbres de esta
gente humilde y pueblerina, y del paisaje de su lugar natal, que marcarán
profundamente su sensibilidad. En su madurez el artista recordará esta impronta
al señalar: «Turmero era un pueblo donde la comunicación entre todos se
establecía a nivel mágico aunque en aquel momento no lo percibía así, no lo entendía
así. Ahora lo digo. Me refiero a todas esas costumbres mágico-religiosas que
eran parte de lo cotidiano: los mampulorios que se hacían cada vez que ocurría
la muerte de un niño a quien se daban dádivas de piñas y flores; los bailes de
San Juan, las procesiones...»[5]. Estas vivencias
infantiles despiertan también en Abreu las primeras sensaciones y su peculiar
mirada hacia la naturaleza: «Las primeras sensaciones importantes me las
transmitió mi madre. Me acuerdo que en el patio de mi casa había una mata, una
adormidera. Mi madre me enseñó lo sensitivo. Yo le pasaba la mano a aquella
planta y se dormía. La sensación es para mí el universo»[6].
Por
otra parte, debido a que su madre tuvo que salir a trabajar al cercano pueblo
de Cagua, el niño Mario es dado en cuido a la familia Salas, y después a su
madrina, Amelia Borges. El contacto con esta familia de raíces africanas lo
vincula con los rituales y el culto propios de la santería, que se verán
reflejados posteriormente en su trabajo y aun en la concepción misma que el
artista tiene de la obra de arte como un universo que traduce la magia secreta
de la existencia, que propicia esa «revelación de lo inconsciente» a la que hemos
hecho referencia en párrafos anteriores.
Siendo
todavía niño Abreu comienza a trabajar como dependiente en una bodega. De noche
realiza dibujos, copias de las caricaturas de Leoncio Martínez (Leo) que eran
publicadas en la revista Fantoches.
Luego empezará a inspirarse en la naturaleza, al realizar bocetos de paisajes y
flores. Desde entonces se vislumbra en Abreu su afán de comunicación y
expresión a través del arte, y también su incipiente talento. Al respecto el
artista comentó: «Yo tendría unos nueve años, trabajaba en una bodega desde las
seis de la mañana hasta las nueve de la noche. A esa hora me iba a mi casa y,
con una lámpara de kerosén me ponía a copiar las caricaturas de Leo. Más tarde
empecé a trabajar sobre la naturaleza: paisajes, flores, como podía pintar un
niño. Luego con creyones y acuarelas»[7].
Entonces,
Abreu también disfrutaba organizando las latas, frascos y demás envases en los
estantes, hecho que el artista percibirá en sus años maduros como sus «primeros
objetos mágicos».
Desde
1931 el joven Abreu parece empeñado en buscar nuevos rumbos en la capital del
país, lo cual logra siete años más tarde, cuando se traslada definitivamente a
Caracas. Vive al noroeste de la ciudad, en la populosa localidad de Los Flores
de Catia, y trabaja como obrero en la Casa Benzo , especializada en marquetería. Continúa
mostrando una especial dedicación al trabajo y al estudio, haciendo largas
jornadas cada día. Divide sus noches entre las clases que tomaba en la escuela
primaria para adultos y los cursos que seguía en la Escuela de Artes Plásticas
y Aplicadas de Caracas.
Corría
la primera mitad de la década de 1940 y Venezuela recién despertaba de la «gran
siesta gomecista» tras veintisiete años de férrea dictadura. Tiene lugar
entonces quizás el más vasto proceso de recuperación que ha experimentado la
nación. Como ejemplo señalemos que en 1938, a un poco más de dos años después de la
muerte del autócrata Juan Vicente Gómez –acaecida en diciembre de 1935–, ya había
sido inaugurado en Caracas el Museo de Bellas Artes y el plan de remozamiento
de la ciudad capital persiste en la década siguiente, incorporando a artistas y
arquitectos de la talla de Francisco Narváez y Carlos Raúl Villanueva en varios
proyectos de importancia. En 1936, y durante el gobierno reformista del general
Eleazar López Contreras, el escritor e intelectual Rómulo Gallegos es nombrado
ministro de Educación, y éste coloca a Antonio Edmundo Monsanto a la cabeza de
la recién creada Escuela de Artes Plásticas y Aplicadas de Caracas. «El
nombramiento de Monsanto en la
Dirección de la
Escuela , imprimió un giro decisivo a la institución,
marcando, debido a su función dentro de la formación de los artistas
nacionales, un enorme progreso para la plástica venezolana. Las reformas que
imprimió fueron numerosas y muy audaces. (…) Monsanto acometió una verdadera
cruzada para propiciar medios que permitieran a los interesados acceder a
información actualizada sobre arte (…) [que] abarcaban la conformación de un
cuerpo docente de excelencia. (…) Monsanto también creó una extensa biblioteca,
la primera especializada en artes en el país. (…) [y] se le debe la iniciativa
de crear los Salones Oficiales Anuales de Arte, así como la instauración de los
premios de estímulo para pintores nacionales»[8].
Abreu
aprovecha sobremanera este contexto renovador, que le brindará las herramientas
suficientes para la ejecución de una obra sin apegos académicos y, sobre todo,
para la conformación de un espíritu de constante indagación estética y de
creación libérrima. Este contexto fructífero se acentúa aún más a partir de
1942, cuando la obtención de una beca le permite abandonar su trabajo y asistir
a las clases diurnas. En la
Escuela de Artes Plásticas cursa estudios con profesores de
la talla de Pedro Ángel González, Rafael Ramón González, Juan Vicente Fabbiani,
Francisco Narváez, César Prieto y Marcos Castillo. Entre sus compañeros estaban
Jesús Soto, Carlos Cruz-Diez, Alejandro Otero, Régulo Pérez, Luis Guevara
Moreno, Carlos González Bogen y Pascual Navarro.
De esta
época datan sus primeras obras maduras. El autorretrato –género que cultivará
durante toda su vida– es trabajado en esta etapa por el artista con una fuerza
expresiva que no es común encontrar en jóvenes estudiantes de arte.
Influenciado por las enseñanzas de las escuela, pero yendo siempre más allá del
mero formalismo, Abreu se dibuja anguloso, conformando el espacio al estilo de
los precubistas, mediante planos cortantes que van describiendo su rostro como
una faz incisiva y penetrante. De este período son también algunos retratos de
su madre.
Autorretrato de Los Flores, Catia, 1947 |
Es necesario
señalar que las búsquedas expresivas de Mario Abreu se nutren desde el
principio de dos vías fundamentales: la academia –o, más exactamente, la
antiacademia, con su énfasis en la transgresión de las formulaciones y el repertorio
formal de las tendencias tradicionales–, y el mundo imaginativo cotidiano, que
en su caso se hallaba impregnado de lo más genuinamente popular. Entendiendo
esta dualidad de su trabajo y de su ser, el artista se consideraba a sí mismo
como «un puente entre lo popular y lo culto».
En 1947
Abreu culmina sus estudios en la
Escuela de Artes Plásticas y Aplicadas de Caracas.
III
Al año
siguiente, 1948, y junto a otros artistas venezolanos, crea el Taller Libre de
Arte, grupo cuyo rol de indagación en lo artístico-cultural latinoamericano
contrastará, más tarde, con el universalismo vanguardista de Los Disidentes[9]. No es esta una
contraposición simple, pues reveló en su momento una de las grandes polémicas
del arte y, más allá, puso en el tapete la dicotomía en que se debatía la
cultura nacional. La filiación de Abreu a la figuración estaba relacionada,
como bien lo referirá el escritor venezolano Juan Liscano, a «convicciones,
preocupaciones, búsquedas, sentimientos nuevomundistas, amor por la naturaleza,
mesiasnismo, magicismo, interés por la cultura tradicional popular»[10]. Más adelanta Liscano
afirmará: «Abreu está en el extremo contrario del abstraccionismo en cualquiera
de sus vertientes, del arte puramente visual tecnológico o no, del cinetismo
objetivo. Su creación formula conceptos culturales, poéticos, literarios,
verbales, simbólicos, mágicos, por lo tanto funcionales, narrativos,
evocativos, figurativos. Se desprende dicha creación de un sentir arcaico,
cercano a lo sagrado, resueltamente expositivo, ambiental».
También
Carlos Contramaestre supo entender estas diferencias: «Desde luego, existían
hondas diferencias (…) [entre Abreu y] los planteamientos de Los Disidentes. La
vía elegida por Abreu no se centraba en los aspectos conceptuales o técnicos
del constructivismo, sino en encargar el reto de la modernidad. A este artista
lo respalda ese bagaje cultural nato, arraigado a sus vivencias, a la
cosmovisión americana vitalista, que afirma sus cimientos en ese misterioso
entramado mítico»[11].
En las
pinturas que Mario Abreu realizara entre 1948 y 1950 intuimos un artista que
ensaya un lenguaje o, más bien, un particular acercamiento a la naturaleza y a las
propias vivencias interiores. Obras como Vegetales,
Esqueletos verdes y Catedrales vegetales difieren
notablemente en su estilo, pero muestran la gran flexibilidad expresiva de
Abreu, y el proceso que estaba transitando, caracterizado por lo que Roberto
Guevara explica como «un gran despertar de las fronteras entre el hombre y el
mundo, lo cual supone (…) una nueva capacidad de desdoblamiento, una condición
permeable para las simbiosis y las visiones más allá del naturalismo»[12].
Esqueletos verdes, 1948 |
Vegetales, 1950 |
Es
evidente que el artista para esa época se nutría temáticamente de lo inmediato
–animales, plantas, seres humanos–, pero lo que resulta interesante es su
intento de afinar un lenguaje que le permitiera develar una especie de energía
oculta en estos elementos. Vegetales
es una pintura de difícil lectura, pues su factura se contrapone al formalismo
en boga, y aun al esteticismo complaciente. En ella podemos atisbar ciertas
características que se reproducirán en piezas posteriores y que tienen que ver
con la representación de la naturaleza como un todo que comparte una misma
energía. Los rasgos más destacados de las obras de este tipo tienen que ver con
el colorido, directo, brillante, contrastante, y con la construcción de figuras
que pudieran ser pseudovegetales, pero también pseudohumanas. En Vegetales (1950, Col. privada), cinco o
seis figuras –dada su mixtura vegetal-humanoide es difícil discernir la
individualidad de cada forma– parecen estar de pie con cuerpos oblongos y
cabezas en forma de disco solar con rayos; el espacio está dividido en dos
planos: el inferior de color azul, sobre el que se yerguen las figuras, y el
superior, de color rojo, al que parecen ascender y donde se ubican sus cabezas
solares, algunos de cuyos rayos, incluso, aparecen cortados por el borde del
lienzo.
Catedrales vegetales, 1950 |
En Catedrales vegetales (1950, Col.
privada) estas características comienzan a perfilarse más coherentemente, a
través del uso de formas que parecen abrirse, conectándose al universo: rayos, figuras
vulvares, módulos concéntricos, otorgan un dinamismo voluptuoso y ascendente.
La impronta dejada por la pintura de René Portocarrero y, sobre todo de Wifredo
Lam –cuya obra La silla había
observado el artista en 1948 en la casa de Alejo Carpentier para entonces
residente en Caracas–, también se hace notar en esta pieza mediante la
inclusión de formas derivadas del ritualismo primitivo, tales como medias
lunas, máscaras y púas. Para Roberto Guevara será ésta una obra clave para
entender las intuiciones de Abreu sobre las relaciones inseparables que existen
entre «los procesos estéticos (…) [y el] gran despertador de los nexos
profundos con fuentes culturales y religiosas que aún cuando siempre estuvieron
inmediatas, habían sido ignoradas por los cronistas e historiadores». Entonces,
lo que realmente se debatía por aflorar en la mente del pintor era «la vigencia
de nuevos planteamientos para el comportamiento ritual o mágico, como una de
las necesidades fundamentales del hombre que, en éste o en cualquier otro tiempo,
indaga por sus ancestros culturales y étnicos». Guevara llama incluso la
atención acerca del título de la obra –Catedrales
vegetales– como «revelador de la nueva aceptación de órdenes híbridos» [13].
Wifredo Lam. La silla, 1943 |
Para
1951 se encuentra una mayor definición estilística en la obra de Abreu. Como el
propio artista señalará, en esa época su producción estaba relacionada con la
indagación en lo vernáculo, teniendo como fuente de inspiración las tradiciones
y elementos de la tierra venezolana. No obstante, a diferencia de los pintores
costumbristas o formados en la escuela del realismo social, Abreu no se acerca
a lo propio desde la perspectiva del nacionalismo o la denuncia, sino a través
de una particular vía que intentaba empalmar sus búsquedas trascendentales con
lo autóctono, expresada en un lenguaje plástico independiente de cualquier
escuela.
Es esta
la etapa de sus famosos gallos, flores y
otros temas relacionados con la tradición y el entorno paisajístico. Los
asuntos seleccionados le proporcionan un sustrato imaginativo contundente: el
gallo, en su esplendente estampa, colorida y galante; los diablos de Yare[14], que conjugan la terrible
máscara con la hermosura de la danza ritual; los vegetales y las flores,
depositarios mudos de una energía que recorre todo.
En El gallo (ca. 1951, Col. Fundación Museos Nacionales/Galería de Arte Nacional,
FMN/GAN) se hace evidente este acercamiento a un elemento distintivo de nuestra
idiosincrasia rural, como vía para expresar la energía trascendente. El gallo,
en el contexto campesino de la cría está relacionado con el poder de lo
seminal, de lo que fecunda y da vida, pero también, se asocia con lo feroz y
mortal, a través de la arraigada tradición de las peleas de gallos. En todo
caso el gallo parece reunir las potentes energías de la vida y de la muerte, el
Eros y el Tánatos que conforman el eterno ciclo del universo.
El gallo, 1951 Col. FMN/GAN, Caracas |
Alejado
de todo naturalismo o afán folklórico, Abreu pinta un gallo imponente,
profusamente colorido. El ave crea una atmósfera alucinante: no sólo en su
estampa –plumas, patas, cresta, pico– el
gallo es, sino que también su entorno se «contagia» de este ser: la forma solar
de la parte superior, las figuras de inspiración vegetal que rodean al gallo,
todo parece emparentarse con ese ser colorido, plumífero y punzante. Es como si
el artista hubiera querido expresar su intuición de lo mágico como algo
cotidiano, a través de elementos emparentados con la vida popular venezolana.
Gallo, 1952 Col. Macma, Maracay |
Del
mismo modo el Gallo (1952)
perteneciente a la Colección
del Museo de Arte de Maracay Mario Abreu (Macma) es otra obra relevante. Aunque
por su estampa éste se emparenta con la monumentalidad vibrátil de El gallo anteriormente comentado, su
estructura es mucho más dinámica y casi emblemática. Es, de hecho, una figura
más moderna, estilizada y que rinde cuentas al diseño. Al estar realizado como
un collage de pequeños trozos de cartulina pintada, esta obra puede
considerarse una de las primeras piezas de ese proceso de «tridimensionalización»
de la pintura de Abreu que, como bien ha señalado Francisco Da Antonio,
culminará con la realización de los «Objetos mágicos».
IV
Con El gallo Abreu obtiene el accésit al
Premio Nacional de Pintura en 1951, razón por la cual la Gobernación del estado
Aragua y, luego, la
Dirección de Cultura del Ministerio de Educación le otorgan
una beca que le permite viajar en abril de 1952 a París. Gracias a la
ayuda que también le brindara su hermano Martín Pérez Abreu, Mario vivirá en la
capital francesa por espacio de diez años. Su permanencia en París marcará
profundamente el devenir de su actividad plástica. «Para el pintor –señala
Roberto Guevara– [en París] será más importante la experiencia de aprender a
ver de otra manera, de encontrar no la aplicación de modelos arcaicos “europeizados”
por el cubismo, sino de la producción originaria, con su auténtica carga
expresiva. Como lo fue para Picasso, el Museo del Hombre será el gran templo de
las revelaciones, la comunión con el asombro más total. Es probablemente
entonces cuando siente más propia la raigambre de la raza y las raíces que
vienen con ella y con la gran tierra del mestizaje: América»[15].
Allí
toma contacto con los movimientos de vanguardia y comienza a crear una
iconografía extraña, donde lo vegetal, lo animal, lo humano y aun lo abstracto
configuran un todo animado por una misma fuerza orgánica, como si en cada cosa,
cada objeto, cada color, cada forma, surgiera una «magia viva», una conciencia
capaz de envolver y dar significado al universo.
Ciertamente,
es en la capital francesa donde todas sus intuiciones plásticas se
sistematizan, al contacto con los movimientos de vanguardia. La mirada
modernista le permite acercarse a lo primitivo para reafirmar su íntima
concepción mágico-cósmica del mundo; a través de los surrealistas se vincula al
universo onírico, a la fuerza libérrima del inconciente y, a lo que será quizás
más importante para su trabajo posterior: a la idea del objeto como ente
sensible, por medio del cual se revelan ocultas relaciones universales. El «arte
vivencial» que según sus palabras, había venido cultivando antes de su viaje a
Europa, se enriquece, en marchas y contramarchas, con la intensa vida artística
de la ciudad luz.
Es
interesante subrayar la potenciación del aprovechamiento que hizo Abreu de las
estéticas contemporáneas, al contacto con la cultura parisina. Aunque según
Carlos Contramaestre «Mario Abreu estuvo consciente de su reto de artista
contemporáneo desde los inicios de su formación en Caracas», es sin duda el
contacto directo con los círculos vanguardistas más de avanzada, lo que lo
llevó a separarse de cualquier impulso academicista, fortaleciendo «su veta
intuitiva de creador nato y su disposición abierta a inscribir su americanidad
sin límite, en un lenguaje universal». Señala Contramaestre: «Al conocimiento
de las más variadas tendencias plásticas en boga, que en su radicalismo
planteaban rupturas importantes, se sumó el impactante encuentro con el arte
africano en su visita al Museo del Hombre, de París; allí pudo confrontar sus
raíces mestizas con el mundo mítico de sus ancestros. Enfrentó ese choque de
dos culturas, que fue decisivo para emprender con claridad la explotación de
cada expresión, tendencia o movimiento con objetividad, asumiéndose sin
adhesiones incondicionales»[16].
La
tesis de Contramaestre va en la vía de deslastrar la mirada que ha querido
entender a Abreu desde la perspectiva única de una especie de primitivismo. A
este respecto, Contramaestre analiza las vertientes vanguardistas de las que se
nutrió directamente la poética del artista en sus años parisinos: «Por desconocimiento
y simplismo, a Mario Abreu se le relaciona con el arte espontáneo, popular, no
cultivado. Imagen falsa que Abreu se encarga de desvirtuar, ya que detrás de su
búsqueda plástica no solamente estaban presentes los elementos académicos de su
formación caraqueña, también le interesaba el cine expresionista alemán o el
puntillismo de Seurat, que luego transmuta en sus claves oníricas.
Si por
su naturaleza vital, Mario Abreu dejó de lado el neoplasticismo, no ocurre lo
mismo con el dadaísmo. Esa vanguardia artística aceró su voluntad de ir hacia
delante, sin asumir textualmente sus códigos estéticos en sus diversas gamas de
expresión, sino tomando los ingredientes esenciales, como lo veremos más
adelante en sus “Objetos mágicos”, llenándolos de sentido y de un contenido
cónsono con su sensibilidad americana.
Tanto
los constructivistas como los dadaístas aceptaban como algo común, a pesar de
sus divergencias conceptuales, la desintegración de las relaciones entre la
forma y el contenido que ponían en entredicho las tradicionales posturas frente
a la obra de arte.
Se
reactivan novedosas proporciones, hasta ese momento inéditas, para crear otras
potencialidades en la elaboración de los ensamblajes. Este fue uno de los
mayores hallazgos de Mario Abreu, que asimiló y luego puso en práctica,
utilizando de sus predecesores el azar dirigido para articular una nueva
belleza.
En este
sentido, todos los experimentos que la vanguardia europea utilizó para ordenar
el caos y crear sus ficciones plásticas, no fueron ajenas a Abreu. Ni los
cuadros “Merz” de Kurt Schwitters, ni los “Fallenbilder” de Daniel Spoerri, en
su heterogeneidad fragmentaria, o los restos casuales congelados por la resina,
fueron ignorados por Abreu. Relación que se entiende aún más con lo que expresa
Schwitters: “Puesto que puedo comparar entre diversos materiales, tengo una
ventaja con respecto a la pintura que sólo se vale de óleo, y es que yo
establezco una valoración no sólo de color contra color, línea contra línea,
forma contra forma, etc., sino también de material contra material”»[17].
En sus
obras de mediados de la década de 1950 puede observarse, no obstante, el
influjo contradictorio de numerosas tendencias, y las constantes búsquedas
temáticas y formales emprendidas por el artista al confrontar el bullente mundo
de imágenes, movimientos e ideas del París de la época. Pinturas como La pesca o La patilla de Adán evidencian caminos heterogéneos que abarcan lo
estilizadamente figurativo, lo orgánico, y lo emblemático de vinculación
ritual. El artista relató estas experiencias de sus primeros años parisinos, al
expresar: «Llegué a Francia con una pintura de tipo vivencial. Al llegar sufrí
un desconcierto, un choque que duró 4 años en los que no pude más que buscar,
hacer apuntes, intentos, pero no salía lo que deseaba»[18].
Si bien
en esta época realiza obras capitales de su producción como Dama vegetal, Cristo Azul, El toro
constelado, Cauda de la flora y Selva amazónica, hay que tener en cuenta
que la factura plástica que éstas presentan actualmente no es la misma que
tuvieron en ese entonces, ya que el artista las intervino en 1963 como
preparación a la exposición que sobre él realizara ese año el Museo de Bellas
Artes de Caracas.
Selva amazónica, 1956-1960 |
Dama vegetal, 1954-1968 |
En 1957
su hermano Martín llega a París y juntos emprenden un viaje a Italia y España,
durante el cual el artista visita numerosos museos y toma contacto con la obra
de Goya, Van Gogh, El Bosco y Giotto. Según Francisco Da Antonio es esta una «época
de reencuentros y de experiencias nuevas: la utilización de la “escritura”
pictográfica del pre-colombino venezolano que recién descubre en el libro de
Saúl Padilla y que en su arte adquiere un aspecto larvario o el intrincado
gesto espermatozodíaco, hasta irrumpir en el brillante sortilegio de sus
nocturnos que cruzan como encendidos artificios el brillante itinerario de
ancestrales grafismos»[19]. Lo «espermatozodíaco»,
esta serie de grafismos inspirados quizás en su reciente descubrimiento de los
petroglifos, apunta también a la representación de un fluido en movimiento, donde
estas líneas sinuosas confluyen y divergen conformando una miríada de dinámicos
trazos entrelazados. Lo larvario y primigenio es subrayado por la aparición, en
piezas como Mundo de agua, de
círculos concéntricos que, a manera de óvulos, parecen atraer la legión larvaria,
quizás como una metáfora del comienzo de la vida y una interrogante sobre la energía
que vivifica a la materia orgánica. Representaciones acaso de un microcosmos,
que a la vez sugiere un macrocosmos, una galaxia, con sus planetas, astros, y
estelas de energía danzantes en el espacio.
Mundo de agua, 1960 |
El año
siguiente envía a XIX Salón Oficial Anual de Arte Venezolano la obra Estrella de Belén, una tela en la que
Abreu había añadido elementos que contribuían a formar un «relieve pictórico»,
a través de la incorporación de un pigmento hecho de pasta espesa.
Justo
antes de su regreso a Venezuela, Mario Abreu emprende la realización de sus «Objetos
mágicos» a los que, en un primer momento llamó «Santerías». Esta serie se
inaugura con la obra titulada El ojo de
Dios. Posteriormente crea otro tipo de «Objetos mágicos», reuniendo
materiales diversos y ensamblándolos en gaveras de refrescos. En estos objetos
el artista componía en una caja artefactos de uso cotidiano, utensilios
domésticos, materiales de desecho, botellas, velas, caracoles, espejos, muñecos,
revalorizándolos plástica y semánticamente. En ellos, cada elemento forma parte
de un conjunto estético en el cual y por el cual se revaloriza, renovando su
significación, disociándose de su antigua utilidad y función. Los mecanismos
insólitos con los que trabaja la magia para modificar lo real, son recreados:
el objeto se convierte así en metáfora de lo insondable o, revirtiendo el
proceso, en un aspecto de una nueva realidad donde el oscuro sentido oculto en
lo real es quizás el principio y fin de lo palpable, donde lo visible se
encuentra formado a partir de un código velado, de una invocación única,
propia, y el artista pasa así a tomar el verdadero papel de creador.
El ojo de Dios, 1961 |
Según
la crítico Elsa Flores, el origen de estas obras puede ser hallado en el
Turmero natal, cuando el artista observaba los sincréticos altares creados por
la religiosidad popular. Es obvio que las bases de su concepción mágico-cósmica
del mundo pudieron asentarse en la convivencia con el ritualismo popular, en el
que se hallan, ricamente mezclados, elementos provenientes de diversas
tradiciones e imaginerías religiosas. Pero no es menos cierto que el ambiente
cultural de París actuará como un catalizador y un decantador de estas
intuiciones. El contacto con las vanguardias, el conocimiento de las libertades
formales que éstas rescataron para el arte universal, la constante observación
del trabajo de los artistas venidos de todas partes del mundo, propulsaron
seguramente la creación de estos objetos. En numerosas ocasiones Abreu explicó
que nunca le interesó el arte por el arte. Sus búsquedas no estuvieron,
entonces, orientadas por una intención vanguardista; sin embargo, el creador
supo tomar de las vanguardias los elementos que le permitieran expresarse, sin
sucumbir a ataduras conceptuales y, por esto, actuando honestamente dentro de
la libertad expresiva que siempre defendió.
Debemos
tener claro también, que para 1961 –cuando se realiza la famosa exposición «The
Art of Assemblage» en el Museo de Arte Moderno de Nueva York–, ya el ensamblaje
contaba con una respetable tradición que abarcaba desde las tempranas
experiencias de Schwitters, pasando por los trabajos de Niki de Saint-Phalle,
Daniel Spoerri, hasta las sobrias construcciones de Louise Nevelson, entre otros.
En este sentido hay que señalar que la importancia histórica de estos Objetos
de Mario Abreu radica no sólo en la «innovación» que introdujeron en el
panorama de las artes venezolanas, sino en su inusual fuerza expresiva, su
potencial de promover múltiples asociaciones evocativas y, en fin, en su
riqueza semántica, logrados por la
transposición de un imaginario propio, absorbido de las tradiciones más
arraigadas en lo popular venezolano, en el lenguaje libérrimo y universalmente
comprensible del ensamblaje.
Al
respecto y muy justamente Alfredo Chacón señalaba: «Estos objetos son la
primera transformación verdaderamente enriquecedora de los postulados
expresivos del pop art y la solución más consistente al problema, ineludible
cuando se ocupa en el mundo el puesto que nosotros ocupamos, de hacer valer a
la altura del desarrollo de las artes plásticas, las estructuras de
significación, las visiones del mundo de las cuales somos verdaderamente
gestores (…). La verdadera magia de los objetos de Abreu, consiste en marcar
uno de los encuentros más legítimos de que tengamos noticias en Latinoamérica
entre el nivel de las sugestiones artísticas internacionalmente difundidas y un
mundo de signos tan tradicional y actualmente popular»[20].
Por su
parte Franklin Fernández entiende los objetos mágicos como «un enjambre de icónicos
que irradian poderío místico. Son y no son al mismo tiempo, porque aparecen en
función del poder sobrenatural que los mantiene vivos y cuya naturaleza es
esencialmente desconocida. Lo cierto es que cuando un observador merodea en
torno a estos; vale decir excéntricos, extraños, embrujados objetos, se
enfrentan a una infinidad de lecturas; muchas de las cuales son vírgenes aún,
como complemento universal y cósmico de un acertijo sobrenatural, sutil y
enigmático. En este sentido, Abreu se expresa mediante cajas que aglomeran
objetos y desechos, donde se acumulan visiones, signos, evocaciones,
sonoridades, estados de ánimo. No tiene otra finalidad que la de representar
instantes de un mundo perdido, y de transmitir la materialización de
nostalgias, de obsesiones y deseos, frustraciones o alegrías, que sospechamos
en el origen de toda creación»[21].
Pero
hay algo que suele dejarse de lado cuando se hace el balance de las vivencias
parisinas de Abreu: el dibujo. Mario Abreu en París dibujó profusamente,
realizando obras que constituyen un hito dentro de la historia del dibujo
venezolano. Ellos rebaten –en el trazo virtuoso, ligero, dúctil; en el encanto
mágico de los temas; en la destreza de la composición– la difundida noción que
habla de la torpeza técnica del artista.
V
De
regreso a Venezuela en 1962 el artista realiza dos exposiciones individuales en
el Museo de Bellas Artes de Caracas. La primera, presentada en 1963 estuvo
conformada por pinturas que había traído de París, algunas de las cuales habían
sido retrabajadas en su taller de Caracas. Esta exposición evidenció la
afinación de su lenguaje pictórico como sistema de formas que intentan develar
una unidad cósmica. Mediante la inclusión de numerosos puntos que cubren toda
la superficie del cuadro, el artista parece querer expresar la universalidad de
la energía trascendente. En tanto formamos parte de un todo único y común, no
es tamos solos; somos, también el otro. Bajo estas premisas, aparecen las figuras
«consteladas» del toro y del ave. Incluso, surgen forman que, como la Mujer vegetal, parecen estar en perfecta e
intensa comunión con la naturaleza. Quizás sea Gestación de la lluvia la obra que más abiertamente refleje estas
concepciones.
Gestación de la lluvia, 1955-1965 |
Toro constelado, 1955-1962 |
Una de las
piezas más importantes de este período es Toro
constelado (1955-1962, Col. privada),
realizada por la inspiración que produjera en el artista el poema «Canto al
toro fugitivo» de Juan Liscano. En ella, la figura de un toro abarca casi la
totalidad del plano. El toro sangra y mira al espacio, hacia la noche
estrellada coronada con una inmensa luna amarilla. El toro está solo frente al
cosmos, parado en dos planicies rocosas, sobre una de las cuales chorrea su
sangre. Todo el cuerpo del toro está cubierto de puntos multicolores, óvulos,
galaxias, soles, alguna línea espermatozodíaca… el toro parece querer fundirse
con el cosmos al que contempla, y que a su vez lo contempla y lo contiene. Carlos
Contramaestre ha considerado esta pieza como la «fusión global de sus
experiencias colorísticas, que van más allá de las formas icónicas ancestrales,
para plantarlas en un espacio cósmico y poético, atravesado por constelaciones.
El toro como símbolo astral, detenido con asombro ante la enigmática noche,
derrama vías lácteas pobladas de estrellas, sangre sideral que cae de su propia
agonía y acentúa la soledad planetaria del hombre y la nada»[22].
En el
catálogo de esta exposición Francisco Da Antonio escribió: «pese a su
uniformidad la pintura de Abreu no es siempre idéntica a sí misma, va generando
de sí nuevas apariencias y casi podría decirse que con su movimiento abarca
todas las secuencias de la evolución de tales apariencias. Es como si lo
esencial de su pintura fuese el concepto de la mutabilidad llevado hasta los
extremos más radicales, pero también los más evanescentes»[23].
En la
segunda exposición, llevada a cabo en 1965, Mario Abreu presentó los «Objetos mágicos».
En esta muestra se reunieron treinta de sus objetos más significativos, entre
los que cabe mencionar Tótem vertebrado,
Mampulorio, Rastros indígenas, Ajedrez,
Recuerdo de Hiroshima, La eterna bondad del subconsciente, El hijo de Mandrake, Senos prohibidos y El ojo de Dios.
Mampulorio (Recuadro), 1963 |
Ajedrez, 1963 |
En su «Carta
de presentación» a esta exposición el artista escribió su ya hoy famoso manifiesto
como creador, en el que puede leerse: «Busco a través de las ordenaciones
plásticas y de los contrasentidos, y en las oposiciones de fuerzas, develar el
acto mágico; sacrificando los estados complacientes para crear fuerzas vivas y
de esta manera animar los objetos; en ellos aporto la evidencia de mi propia
demarcación física y psíquica, no cerrándome las puertas al Universo y aceptando
mi alienación activa (…) Considero la pintura como una filosofía potencial y
viviente. Ella debe latir en todos los corazones y ser respirada por el
universo entero (…) busco en lo imposible para demostrar ‘que no soy yo sino el
otro’. Soy la multitud en mi propio devenir»[24].
Recuerdo de Hiroshima, 1965 |
En Recuerdo de Hiroshima (1965, Col.
FMN/GAN), por ejemplo, el artista coloca una muñeca de plástico quemada y
mutilada, que parece mirar al espectador a través de sus ojos cerrados. Al
lado, un pedazo de material orgánico desprende rayos bélicos representados por ganchos
de guindar ropa a secar. Abajo una pequeña copa metálica y una esponja llena de
clavos resaltan el sentido violento del tema, cuyas asociaciones sobrepasan lo
meramente denunciativo.
La eterna bondad del subconsciente, 1965 |
Esta
exposición, por la contundencia dentro de su planteamiento dentro de la
plástica venezolana, constituyó un hito, y fue reseñada por escritores,
críticos e intelectuales. La originalidad del planteamiento de Abreu y sobre
todo la libertad, hondura semántica y hasta el fino humor de sus objetos
mágicos, recibieron los más elogiosos comentarios.
Sobre
esta exhibición Roberto Guevara escribió: «La exposición de 1965 fue categórica
en un punto: la magia era la capacidad de activar los objetos, de crear en
ellos nuevas energías expresivas, de establecer alianzas y rechazos que asaltan
al espectador y modifican circunstancialmente su comportamiento. En la mayor
parte de estas obras, una gran tradición hundida en las profundidades de los
pueblos latinoamericanos, se vincula sin temores con los objetos, por momentos
brutales, que surgen de la sociedad de consumo. Ver una simple mica roja de
automóvil integrada religiosamente a uno de estos contextos de Abreu, puso
resultar, en aquel momento y ahora, toda
una extraordinaria proposición (…). El acontecimiento de los objetos trasmuta
toda la obra de Abreu, porque va directamente a sus supuestos fundamentales, un
alma panteísta que vuelve a la tierra, a las contiendas sociales, culturales,
religiosas y humanas. Así ha sido su elección, tomar partido no de la vida,
como hecho abstracto, sino de lo vivo como condición actual y frontal para el
hombre»[25].
Al año
siguiente, 1966, Abreu cambia el formato de sus objetos al sustituir las cajas
por discos pintados de blanco a los que, en un principio, denominó «lunas». De
esta serie de objetos cabe señalar: Yo,
Mario, el saltaplaneta, El Ángel,
El peso de la corona y Piedad custodiada por los arcángeles.
La piedad custodiada por los arcángeles, 1967-1977 |
El peso de la corona, 1974 |
Yo, Mario, el saltaplaneta, 1966 |
Yo, Mario, el saltaplaneta
(1966, Col. FMN/GAN) pudiera considerarse un autorretrato anímico y la trasposición
plástica de la “Carta de presentación” del artista. El fondo de la pieza es un
paisaje imaginario muy a la manera de Abreu: sobre el horizonte se despliega un
cielo «espermatozodíaco» en el que vemos espirales, trazos larvarios, puntos, líneas
sinuosas, volutas, en una profusión gráfica ya característica en el artista.
Por debajo del horizonte, el creador ha dibujado líneas curvas y ondulantes que
asemejan las representaciones marinas estilizadas. Sobre este fondo, aparece «Mario»
montado en una extraña nave hecha por un plato blanco lleno de objetos y
grafismos. Sobre ese plato está «Mario», un muñeco vestido de blanco con casco
que, de momentos parece una momia, y de otros, un astronauta. Maneja la nave
con un manubrio y de entre sus piernas sale un aparato que se nos antoja guía
basculante o brújula sideral que señala el rumbo de la nave. Es una obra con
ciertos rasgos de humor, pero también cargada de oscuros sentidos.
VI
Aunque
los objetos siguieron evidenciando, con ciertas variantes, la misma fuerza
expresiva y sutileza metafórica, en el campo de la pintura y del dibujo se
comienza a notar, a partir de 1970, un creciente interés por el tema femenino.
En 1975
le es otorgado el Premio Nacional de Artes Plásticas.
Cinco
años más tarde presenta la muestra individual «El mundo mágico de Mario Abreu»
en una galería privada de Caracas. Esta exposición confirmó su retorno a la
pintura, a través de la técnica del pastel. El artista comentó acerca de esta
etapa: «Vuelvo a la pintura, al pastel, porque ella me permite mucha
flexibilidad y más rapidez en la confección, lo que se traduce en un trabajo
mucho más espontáneo que el objeto, en tanto éste requiere mucho más tiempo de
observación, recolección y selección de los materiales. En cuanto a
diferencias, yo creo que hay una unidad de trabajo que está manifiesta desde el
comienzo de mi obra, pero yo no podría establecer diferencias. No podría decir
a mí me parece que es lo mismo, porque eso corresponde al crítico y no al
artista. Probablemente a mucha gente le parecerá más importante el objeto que
la pintura y viceversa. Yo no sé»[26].
Selva y resplandor, 1990 |
Bosque de los sueños, 1989 |
Ciertamente
este cambio fue cuestionado por algunos críticos entre los que se cuentan
Roberto Guevara quien al referir se a esta exposición escribió: «Abreu inventó
un vocabulario para luego abandonarlo, sin llegar a aprovechar los alcances de
su hallazgo. El mutismo que sigue a esa etapa es de una meditación sin
conclusiones, lo necesario para dejar que un lenguaje se debilite hasta
desaparecer. Apenas si la pintura posterior registra elementos aislados,
pequeños relieves, en una tentativa sin búsquedas definidas»[27].
Un erotismo
ardiente y a la vez poético recorre toda su producción dibujística y pictórica
de esta época. Quizás el erotismo del hombre que envejece –el artista fallecerá
en Caracas en 1993–, más vehemente y romántico, sea el que impregna estas
imágenes. La factura se suaviza, pierde la fiereza que le fuera característica.
El tema de la mujer trae consigo una dulcificación formal. En estas piezas se
evidencia el abandono de los colores vivos a favor de la creación de atmósferas
de tonos pasteles y de ensueño, en las que se traduce “un estado amoroso”, como
el propio Abreu supo definirlo.
Lo
mágico cede paso a lo onírico, a la imagen proveniente de la íntima fantasía.
La fiereza se troca en forma delicada y sutil. Acaso el fiero «Gran mago» –como
lo nombró Caupolicán Ovalles en un poema que le dedicó– que buscaba trasponer
los órdenes de la realidad ofreciéndonos obras que nos llevaran a conectarnos
con lo verdaderamente trascendente, que buscaba «develar el acto mágico»,
hubiera encontrado al fin una manera de tocar al otro a través de lo amoroso. Quizás
habría plasmado ese estado de beatitud, alejándose de la terrible angustia
existencial, al sumergirse en la gozosa atmósfera de la armonía universal.
Katherine
Chacón
Notas
[1] Carlos Contramaestre: «Mario Abreu: Hechicería constelada y objetos» en:
http://www.kalathos.com/abr2001/arte/contram/contram.htm
[2] Contramaestre: Loc. cit.
[3] Alberto Hernández: «Soy la multitud en mi propio devenir» (Entrevista
con Mario Abreu) en Letralia. Tierra de
letras, Año XIV, N° 216, 17 de agosto de 2009, Cagua, Venezuela. http://www.letralia.com/216/entrevistas03.htm
[4] Juan Liscano: «Recuerdos y vivencias de Abreu» en Galería Municipal de Arte de Maracay: Mario Abreu. Pinturas y objetos. Exposición
antológica, Maracay, p. 28.
[5] Alberto Hernández: loc. cit.
[6] Santos López: «Pintar es caminar por dentro» en El Nacional, Caracas, 30-6-1985, p. C-1.
[7] Francisco Da Antonio: «Mario Abreu según él mismo» en Museo de Arte de
Maracay: Abreu, diciembre, 1981, pp.
10-11.
[8] Cf. Katherine Chacón: «Antonio
Edmundo Monsanto y su legado» en Centro Cultural Provincial: Antonio Edmundo Monsanto y su legado,
Caracas, 2002, pp. 12-13.
[9] Grupo conformado por artistas e intelectuales venezolanos que, en
París en 1950, se adscriben a la abstracción geométrica, viendo en ella la
única vía de renovación de las artes plásticas nacionales y de inserción de la
cultura venezolana en el discurso plástico universal.
[10] Juan Liscano: Op. cit. p. 25.
[11] Contramaestre: loc. cit.
[12] Roberto Guevara: «Los reinos y los sentidos en la obra de Mario Abreu»
en Galería Municipal de Arte de Maracay: op.
cit., p. 8.
[13] Op. cit., p. 9
[14] Los Diablos
danzantes de Yare son una manifestación religiosa popular venezolana que
se celebra en San Francisco de Yare, estado
Miranda el día de Corpus Christi y en la que los participantes suelen
vestirse con atuendos de color rojos y portan máscaras multicolores de rasgos
exagerados y grotescos.
[15] Guevara: op. cit., p. 10.
[16] Contramaestre: loc. cit.
[17] Ibídem
[18] Teresa Alvarenga: «Más importante el Museo del Hombre que el de Arte
Moderno» en Suplemento Cultural de
Últimas Noticias, Caracas, 12-12-1972.
[19] Francisco Da Antonio: «Mario Abreu» en Revista Imagen, Suplemento N° 9 (Monografía), Instituto Nacional de
Cultura y Bellas Artes, Caracas, 15 al 10 de septiembre de 1967.
[20] Alfredo Chacón: «La
verdadera magia de Mario Abreu» en Cal,
N° 45, Caracas, 1965.
[21] En: “Los altares mágicos
de Mario Abre” en Analítica.com. http://www.analitica.com/entretenimiento/los-altares-magicos-de-mario-abreu/
[22] Contramaestre: loc. cit.
[23] Francisco Da Antonio:
Texto para el catálogo de la exposición «Abreu», Museo de Bellas Artes,
Caracas, 1963, s/p.
[24] Mario Abreu: «Carta de presentación»
en Museo de Bellas Artes: «Objetos Mágicos. Mario Abreu», Caracas, agosto de
1965, s/p.
[25] Guevara: op. cit., pp.
15-16.
[26] Maritza Jiménez: «Mario
Abreu, pintor de la noche» en El
Universal, Caracas, 2-10-1980, p- 4-1.
[27] Roberto Guevara: «Artes
Plásticas: La fatiga de los brujos» en El
Nacional, Caracas, 21-10.1980, p- C-20.
© Katherine
Chacón
muy buen informe, y quisiera saber para ese tiempo de 1966 a qien fue que se le ocurrió ponerle el nombre mario abreu al museo?
ResponderEliminarAl Museo de Maracay se le puso el nombre de Mario Abreu en la década de 1990. Esta iniciativa fue impulsada por la señora Ydelisa Rincón, para entonces directora del museo, quien también fue quien promovió la realización de su exposición antológica.
ResponderEliminarEs una pieza este artículo del inolvidable Mario Abreu. La felicito por tener presente a éste mago del inconsciente y nuestra cosmogonia en el trazo de cada una de sus pinceladas.
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