La estructura
socio-económica de la Colonia, con su régimen de castas que establecía
privilegios para unos pocos, y su rígido sistema de control económico y
político por parte de la corona española, había venido resintiéndose desde
comienzos del siglo XVIII. Para algunos historiadores, este siglo será
fundamental para la historia venezolana, pues en él se sientan las bases de lo
que será la futura república. A los cambios de orden institucional introducidos
por los Borbones, dentro de los cuales se cuenta la creación de la Capitanía
General de Venezuela, se unen los cambios de pensamiento derivados del contacto
con las ideas de la Ilustración llegadas desde ultramar.
Los blancos
criollos, descendientes de los primeros pobladores peninsulares, detentaban el
poder económico, mas no el poder político, que era férreamente establecido
desde España. Pertenecían éstos a «una clase harto poderosa por el control de
los elementos materiales desde la época del poblamiento, y también experta en
los usos del gobierno local a través del cabildo, [deben pues] ajustarse a la
renovación borbónica o proponer maneras peculiares de control, más autónomas
que las tradicionales, si pretenden permanecer en la cúpula de la sociedad»[1]. Este contexto generó
paulatinamente anhelos de autonomía, traducidos en una soterrada y cada vez más
radical oposición a la Corona, situación que se agudiza con el establecimiento
del monopolio comercial de la Compañía Guipuzcoana en 1728.
La invasión de España
por parte de los ejércitos de Napoleón a comienzos del siglo XIX fue
aprovechada por algunos criollos para activar los primeros pasos del movimiento
emancipador. Estas acciones tendrán culminación el 19 de abril de 1810,
considerado el primer acto público y formal en pro de la independencia
política, y el 5 de julio de 1811, cuando el Congreso declara la independencia
y se firma el Acta que recoge esta decisión.
No obstante, el
cruento capítulo de la Guerra de Independencia estaba por inaugurarse. Culminó
en nuestro territorio en 1823, con la rendición de Puerto Cabello. Las luchas
intestinas por el poder terminarían en 1830 con la definitiva separación de
Venezuela de la Gran Colombia y su constitución como Estado soberano. Comienza
así una nueva etapa en la vida del país: la de la Venezuela Republicana.
Cabe destacar que,
si bien los cambios en el orden político habían sido profundos desde comienzos
del siglo, en el orden social y cultural aún pervivían estructuras coloniales
que, lentamente, y sólo a partir de la segunda mitad de la centuria, fueron
dejadas atrás. Las artes plásticas, por ejemplo, no abandonaron su estamento
artesanal hasta 1835, cuando comienza a funcionar la academia de dibujo y
pintura. Hasta entonces se producían obras aspecto primitivo, en el que algunos
han querido ver «el desconocimiento de las leyes de la perspectiva, de las
proporciones y del claroscuro»[2], y que otros han
interpretado más bien como «una voluntad de estilo que se manifiesta a todo lo
largo del continente»[3]. A los largos y penosos
años transcurridos desde las primeras revueltas independentistas hasta la
conformación de la República, período en el que el país se sumergió en la
guerra y los conflictos políticos, deben sumarse los destrozos ocasionados por
el terremoto de 1812, acontecimientos estos que bien pueden mencionarse como
las causas primordiales del estancamiento cultural de la época y del consecuente
poco desarrollo de las artes en este período[4].
La vida
republicana había comenzado y con ella un tiempo de relativa paz. La mayoría de
los historiadores coinciden en llamar al período que va desde 1830 a 1847 como
el de la Oligarquía Conservadora, en el que la figura del General José Antonio
Páez será capital[5].
Aunque el gobierno conservador actúo, como siempre, siguiendo los intereses de
las clases dominantes, manteniendo las desigualdades sociales y la esclavitud,
propulsó numerosos cambios que buscaban la organización del Estado, la
estabilización de la economía y la unificación nacional. Fue determinante la
apertura del país al mundo exterior, iniciativa muy necesaria tras los siglos
de aislamiento producidos por el control que en este sentido había ejercido la
corona española en sus colonias. El gobierno propició la celebración de
tratados con los Países Bajos, Gran Bretaña, Estados Unidos, Francia, Suecia,
Noruega y España, estableciendo relaciones diplomáticas, económicas, sociales y
culturales con estas naciones. Los países con claras políticas de expansión
colonial, como Francia, Inglaterra y Alemania, no tardaron en enviar misiones
diplomáticas, científicas y artísticas que permitirían el reconocimiento del
nuevo territorio amigo, «donde también proyectaban colocar grandes capitales»[6].
Por otra parte,
Europa estaba, desde el siglo XVIII ávida por conocer el continente americano.
El impulso científico originado en la ilustración y la atracción por lo exótico
derivada del romanticismo contribuyeron a que este interés se concretara en la
visita de numerosos científicos al continente. De éstos, Alejandro de Humboldt
—como veremos luego— cobrará importancia determinante, pues será uno de los
principales divulgadores de las bellezas naturales de América y de su potencial para el conocimiento naturalista,
actuando como animador de muchos de los artistas que se acercaron a nuestro
medio durante el siglo XIX.
La llegada de los
primeros pintores y dibujantes extranjeros a Venezuela tuvo que causar enorme revuelo
y admiración entre los artistas locales. Nunca antes en el país se había tenido
la oportunidad de apreciar obras de factura académica. Boulton se ha referido,
por ejemplo, a la llegada de Sir Robert Ker Porter en 1825, apuntando que «para
la fecha en que él vino a Venezuela, nunca había llegado a nuestro país un
pintor de tal alta categoría artística»[7].
Hasta ahora se ha
registrado la presencia en Venezuela de alrededor de cincuenta artistas
extranjeros que visitaron o permanecieron en nuestro país entre los años de
1830 a 1889. Se puede afirmar que ellos fueron, por demás, los grandes propulsores
de la pintura de género paisajístico en estas latitudes, tema que había cobrado
auge en Europa a raíz del apogeo de las ideas románticas. Si bien es cierto que
en nuestro medio se había creado un sustrato cultural propicio para la
asimilación del género, dado por el cambio de actitud del artista frente a la
sociedad y el surgimiento de un sentimiento individualista que daba cabida a la
contemplación, el impulso brindado por estos viajeros fue decisivo para su
afianzamiento.
Uno de los
primeros artistas en llegar fue Joseph Thomas, dibujante de procedencia inglesa
del que se tiene hoy muy poca información. Se supone que estuvo activo en el
país entre 1837 y 1844. Se conoce una sola obra de su autoría.
Joseph
Thomas: View of the city of Caracas from
the Calvary
La hermosa
litografía de Joseph Thomas titulada View of the city of Caracas from the
Calvary —conocida en otras versiones como Vista de la ciudad de Caracas—
es, como hemos dicho, la única obra que se ha identificado como realización de
este desconocido autor. Fue hecha en 1839, litografiada por W. Wood e impresa
por Ackermann y Co., en Londres. Aunque Boulton señala que «esta litografía
tuvo muy buena acogida entonces y todavía hoy guarda un gran atractivo, a tal
punto que se hicieran varias versiones del mismo tema»[8], en realidad sólo se
conoce otra versión de esta pieza. Ésta, dedicada al Conde de Durham, fue
realizada en 1851 y tiene notables variantes respecto a la anterior. Fue una
versión realizada con la misma piedra, y, hasta ahora, se desconoce al autor de
tales modificaciones de la matriz original. Es factible suponer —dadas las
distancias geográficas y temporales— que la tercera y cuarta versión a las que
Boulton hace referencia no fueran realizadas con las piedras originales[9], tratándose sólo de
reproducciones: una, hecha en Nueva York por J. Penniman, y otra hecha en París
por Pierre y Jack Denis, propietarios de una galería de arte de Caracas; ninguna
de estas dos reproducciones tiene fecha de edición.
Joseph Thomas. View of the city of Caracas from the Calvary, 1839. Colección Mercantil, Caracas Foto: Cortesía Colección Mercantil, Caracas |
Joseph Thomas. Vista de la ciudad de Caracas, 1851. Col. Fundación Museos Nacionales/Galería de Arte Nacional, Caracas |
Las variantes
entre la versión de 1839 y la de 1851 tienen lugar sobre todo en el primer
plano, que representa al monte de El Calvario, punto desde donde es tomada la
vista. En la primera versión, el terreno es homogéneo, simple, y no presenta
accidentes topográficos; en la segunda, puede verse una caminería y la
vegetación se hace más detallada. Los montículos que aparecen en el ángulo
inferior izquierdo en la versión de 1839, han sido totalmente cambiados por una
aglomeración de rocas en la posterior. Asimismo, las vacas presentes en la
primera versión han sido sustituidas por una pareja de paseantes. El personaje
sentado a la izquierda fue eliminado, y nuevos personajes se introdujeron a la
derecha[10].
La versión de 1839
es una litografía iluminada con acuarela, la de 1851 es, en efecto, una
litografía a color.
Esta pieza guarda
mucho interés y gracia debido a que retrata la configuración de Caracas en la
primera década del siglo XIX. Esa ciudad, en la que aún quedaban ruinas del
terremoto de 1812, es representada por Thomas con toda la sencillez de sus
construcciones, la imponencia de un paisaje coronado por El Ávila y guardado
por un cielo siempre veraniego. Thomas sitúa su visión desde El Calvario, sitio
que, debido a su ubicación, fue paraje predilecto para los artistas de la
época. En la litografía de Thomas aparecen señaladas con números, a modo de
leyenda, diecisiete de las edificaciones más sobresalientes de la pequeña pero
acogedora ciudad, como la Iglesia de la Trinidad, el Convento de la Concepción,
las casas de José María de Rojas, Sir Robert Ker Porter y del Marqués del Toro.
La imagen tiene el
mérito de haber sido enviada a Andrés Bello a Santiago de Chile por su hermano
Carlos Bello, junto a otros documentos de interés. Boulton cita las palabras
que el educador escribió al consignar recibo de la misma: «De la vista de
Caracas, sobre todo, no pueden saciarse mis ojos y aunque busco en ella
vanamente lo que no era posible que me trasladase el grabado, paso a lo menos
algunos momentos de agradable ilusión. Me has hecho el más apreciable, el más
exquisito presente»[11].
Vale decir que la
pieza perteneciente a la Colección del Banco Mercantil, corresponde a la
primera versión de esta imagen, hecha en 1839, de hecho la más difundida. Es
interesante acotar que la Galería de Arte Nacional de Caracas, posee un
ejemplar de la segunda versión de esta litografía.
Ferdinand Bellermann: Hacienda de San Esteban, Puerto Cabello,
Venezuela
Otro artista que visitó nuestro país
por esos años —de 1842 a 1845— fue el alemán Ferdinand Bellermann. La obra de
Bellermann se presenta hoy como un excelente ejemplo para estudiar el enfoque
que se dio al paisaje venezolano a través de la mirada de los «naturalistas
alemanes», —Appun, Bellermann, Goering— quienes estuvieron determinantemente influidos
por las ideas de Humboldt y cuyo trabajo cabalgó entre la necesidad de
descripción científica y la fascinación romántica por la naturaleza tropical[12].
Como buen hijo de la Ilustración[13], Humboldt perseguía el conocimiento de una manera integral, llevado por una verdadera necesidad de desentrañar los infinitos misterios del mundo natural. «Fue aquel barón alemán —escribió Picón-Salas—, antes que la ciencia del siglo XIX comenzara a especializar demasiado a los sabios e hiciera de cada conocimiento una provincia cerrada, el último viajero universal, quien del mundo de la naturaleza puede pasar con la misma intuición ferviente al de las sociedades y las costumbres»[14]. Esta actitud abierta y desprejuiciada ante lo novedoso lo llevó a maravillarse por el paisaje, la fauna, la flora y los fenómenos naturales que observó en nuestro país, al que había llegado en 1799. Debido a las enormes contribuciones que realizó en América, Humboldt fue, según palabras de Simón Bolívar, el «descubridor científico del Nuevo Mundo».
Las emocionantes experiencias de Humboldt en América, su interés por asegurar que los datos científicos fuesen expresados de una forma fidedigna, y su espíritu altamente sensible, lo llevaron a esbozar una teoría de la representación artística del paisaje, que lo convierte igualmente en el descubridor estético del continente.
El naturalista «estimulaba a los pintores a que representaran el mundo tropical en vistas artístico-fisonómicas»[15], que debían destacar aquellas formas que predominasen en el paisaje y que, de hecho, le imponían a éste su carácter. En esta intención, las representaciones vegetales jugaban un papel sustancial, pues daban cuenta de la región climática tratada y de la riqueza y variedad de la zona, todo esto logrado a través del realismo científico, es decir, del retrato cabal del motivo natural tomado directamente del entorno.
Por otra parte, Humboldt tuvo influencia directa en Bellermann: enterado el sabio alemán de la decisión del pintor de visitar Venezuela y habiendo ya conocido su talento para la representación de las formas de la naturaleza, no dudó en recomendarlo al rey Federico Guillermo IV de Prusia para que lo beneficiara con una beca que le permitiese cubrir los gastos de su permanencia en el país —Bellermann había conseguido viajar gratuitamente en el barco de un comerciante hamburgués—; de igual manera, el sabio lo ayudó en los trámites para la obtención de un pasaporte y le extendió una carta de recomendación que facilitara su buena acogida en nuestra nación. También le señaló los sitios y parajes más interesantes, exhortándolo principalmente a visitar la Cueva del Guácharo y los Andes, región ésta que él mismo no había podido recorrer durante su permanencia en Venezuela.
Bellermann arriba al puerto de La Guaira el 10 de julio de 1842, proveniente de Hamburgo[16]. Su viaje tendrá las características de una verdadera aventura, pues el pintor recorrerá buena parte de la geografía nacional en su interés por conocer y retratar la exótica naturaleza venezolana[17].
Pasará temporadas en Puerto Cabello y Caracas, y visitará La Guaira, Macuto, Maiquetía, La Victoria, San Mateo, Maracay y Valencia, explorando y tomando apuntes de selvas, costas y montañas, actividad propia de un incansable explorador. A mediados de 1843 emprende la excursión hacia la Cueva del Guácharo, partiendo de Cumaná y siguiendo por Cumacacoa hasta llegar a Caripe. A finales de ese año lleva a cabo su expedición al Orinoco, que realiza en un velero que sale de Puerto Cabello y llega a Angostura. En 1844 va a la Colonia Tovar y, de regreso en Caracas, hace recorridos por los alrededores de la ciudad y Galipán. A finales de ese año comienza su viaje a Mérida, a donde llega desde Maracaibo, pasando a los Andes por La Ceiba. Transitará por Betijoque, Escuque, Mendoza, La Puerta, La Mesa, Timotes y Chachopo, alcanzando el Páramo de Mucuchíes, para pasar rápidamente a Mucurubá y Tabay. Arriba a Mérida y visita luego Ejido, Jají y Lagunillas. Posteriormente, y tras superar problemas de salud, estará por algunos meses entre Caracas y Puerto Cabello, así como en las zonas aledañas. Las obras realizadas durante este recorrido inauguran la temática del paisaje del interior del país: la representación paisajística, hasta entonces, había estado circunscrita a la ciudad capital.
Como buen hijo de la Ilustración[13], Humboldt perseguía el conocimiento de una manera integral, llevado por una verdadera necesidad de desentrañar los infinitos misterios del mundo natural. «Fue aquel barón alemán —escribió Picón-Salas—, antes que la ciencia del siglo XIX comenzara a especializar demasiado a los sabios e hiciera de cada conocimiento una provincia cerrada, el último viajero universal, quien del mundo de la naturaleza puede pasar con la misma intuición ferviente al de las sociedades y las costumbres»[14]. Esta actitud abierta y desprejuiciada ante lo novedoso lo llevó a maravillarse por el paisaje, la fauna, la flora y los fenómenos naturales que observó en nuestro país, al que había llegado en 1799. Debido a las enormes contribuciones que realizó en América, Humboldt fue, según palabras de Simón Bolívar, el «descubridor científico del Nuevo Mundo».
Las emocionantes experiencias de Humboldt en América, su interés por asegurar que los datos científicos fuesen expresados de una forma fidedigna, y su espíritu altamente sensible, lo llevaron a esbozar una teoría de la representación artística del paisaje, que lo convierte igualmente en el descubridor estético del continente.
El naturalista «estimulaba a los pintores a que representaran el mundo tropical en vistas artístico-fisonómicas»[15], que debían destacar aquellas formas que predominasen en el paisaje y que, de hecho, le imponían a éste su carácter. En esta intención, las representaciones vegetales jugaban un papel sustancial, pues daban cuenta de la región climática tratada y de la riqueza y variedad de la zona, todo esto logrado a través del realismo científico, es decir, del retrato cabal del motivo natural tomado directamente del entorno.
Por otra parte, Humboldt tuvo influencia directa en Bellermann: enterado el sabio alemán de la decisión del pintor de visitar Venezuela y habiendo ya conocido su talento para la representación de las formas de la naturaleza, no dudó en recomendarlo al rey Federico Guillermo IV de Prusia para que lo beneficiara con una beca que le permitiese cubrir los gastos de su permanencia en el país —Bellermann había conseguido viajar gratuitamente en el barco de un comerciante hamburgués—; de igual manera, el sabio lo ayudó en los trámites para la obtención de un pasaporte y le extendió una carta de recomendación que facilitara su buena acogida en nuestra nación. También le señaló los sitios y parajes más interesantes, exhortándolo principalmente a visitar la Cueva del Guácharo y los Andes, región ésta que él mismo no había podido recorrer durante su permanencia en Venezuela.
Bellermann arriba al puerto de La Guaira el 10 de julio de 1842, proveniente de Hamburgo[16]. Su viaje tendrá las características de una verdadera aventura, pues el pintor recorrerá buena parte de la geografía nacional en su interés por conocer y retratar la exótica naturaleza venezolana[17].
Pasará temporadas en Puerto Cabello y Caracas, y visitará La Guaira, Macuto, Maiquetía, La Victoria, San Mateo, Maracay y Valencia, explorando y tomando apuntes de selvas, costas y montañas, actividad propia de un incansable explorador. A mediados de 1843 emprende la excursión hacia la Cueva del Guácharo, partiendo de Cumaná y siguiendo por Cumacacoa hasta llegar a Caripe. A finales de ese año lleva a cabo su expedición al Orinoco, que realiza en un velero que sale de Puerto Cabello y llega a Angostura. En 1844 va a la Colonia Tovar y, de regreso en Caracas, hace recorridos por los alrededores de la ciudad y Galipán. A finales de ese año comienza su viaje a Mérida, a donde llega desde Maracaibo, pasando a los Andes por La Ceiba. Transitará por Betijoque, Escuque, Mendoza, La Puerta, La Mesa, Timotes y Chachopo, alcanzando el Páramo de Mucuchíes, para pasar rápidamente a Mucurubá y Tabay. Arriba a Mérida y visita luego Ejido, Jají y Lagunillas. Posteriormente, y tras superar problemas de salud, estará por algunos meses entre Caracas y Puerto Cabello, así como en las zonas aledañas. Las obras realizadas durante este recorrido inauguran la temática del paisaje del interior del país: la representación paisajística, hasta entonces, había estado circunscrita a la ciudad capital.
Ferdinand Bellermann. Hacienda de San Esteban, Puerto Cabello, Venezuela, 1856 |
El hermoso cuadro titulado Hacienda
de San Esteban, Puerto Cabello, Venezuela, de la Colección Mercantil, fue realizado por Bellermann en 1856, once
años después de su visita a Venezuela. La obra retrata un paraje de la finca
que un comerciante alemán de apellido Glöckler poseía en San Esteban, localidad
cercana a Puerto Cabello. Bellermann había conocido a Glöckler el día de su
llegada a Venezuela; inmediatamente, éste le había extendido una invitación a
pasar una temporada en su casa de campo. El pintor visitó por primera vez la
estancia en 1842, y regresaría en numerosas ocasiones, fascinado por el paisaje
y la compañía. Fue este, de hecho, el último lugar del país que el artista
recorrió antes de partir a Europa. En su diario anotó: «el Valle de San Esteban
es uno de los recuerdos más hermosos de mi vida»[18], no
sólo por la amistad que le brindara Glöckler, sino por el entusiasmo que le provocaba
el exuberante paisaje, que aparece repetidas veces como tema de sus obras.
Entre los preceptos estéticos que había
expresado Humboldt para la fiel captación pictórica de lo paisajes tropicales se
imponía la toma de apuntes del natural y la concienzuda elaboración de la vista
en los talleres europeos. «…solamente aquellos esbozos hechos en medio de la
naturaleza podrán —después del regreso del artista a Europa— trasmitirnos en
forma convincente el carácter verdadero de estas lejanas regiones, luego de ser
reelaborados en los estudios de los pintores del Viejo Mundo»[19].
Así, se sabe que Bellermann realizaba tanto dibujos y apuntes como esbozos en
óleo directamente del natural. Éstos, generalmente ejecutados sobre cartón y de
pequeñas dimensiones, fueron en muchas ocasiones reelaborados años después en
lienzos de mayor formato en su taller de la capital alemana. En nuestro caso,
este hecho se verifica porque existe, en las colecciones de los Museos Estatales
de Berlín, Galería Nacional, el cuadro titulado Hacienda azucarera de San Esteban, cerca de Puerto Cabello, un óleo
sobre cartulina fechado en 1844-45, que reproduce exactamente el mismo paisaje
que representa el lienzo perteneciente a la Colección Mercantil que analizamos aquí,
y que suponemos es el boceto a partir del cual el artista elaboró, en 1856, la
obra que nos ocupa. Tal y como lo describe Alfredo Boulton[20],
y contra la pasmosa similitud de ambos cuadros, el boceto difiere de la obra de
taller, sobre todo, por el carácter de la pincelada, que es más pastosa y
espontánea que en la reproducción posterior, la cual, en cambio, posee una atmósfera
sutil, dada por el cuidado extremo de la pincelada y una mayor definición de
las formas.
En Hacienda de San Esteban, Puerto Cabello, Venezuela, el paisaje ha sido compuesto magistralmente, en un esquema simétrico, donde el conglomerado vegetal, característico de algunos cuadros de Bellermann, actúa como el centro de la composición, alrededor del cual parecen girar los otros elementos presentes en la obra. Es especialmente destacable el fondo que impone el cielo nuboso, a través del cual se trasluce la brumosa silueta de una montaña, y cuya luz establece cierto contraste con las formas de los primeros planos, cromáticamente más oscuras. En estos planos pueden verse figuras realizando faenas de campo y casas de hacienda, extremadamente disminuidos frente a la inmensidad imponente del paisaje a cielo abierto y de la generosa vegetación.
En Hacienda de San Esteban, Puerto Cabello, Venezuela, el paisaje ha sido compuesto magistralmente, en un esquema simétrico, donde el conglomerado vegetal, característico de algunos cuadros de Bellermann, actúa como el centro de la composición, alrededor del cual parecen girar los otros elementos presentes en la obra. Es especialmente destacable el fondo que impone el cielo nuboso, a través del cual se trasluce la brumosa silueta de una montaña, y cuya luz establece cierto contraste con las formas de los primeros planos, cromáticamente más oscuras. En estos planos pueden verse figuras realizando faenas de campo y casas de hacienda, extremadamente disminuidos frente a la inmensidad imponente del paisaje a cielo abierto y de la generosa vegetación.
Los rasgos
estilísticos de Bellermann han sido objeto de abundante literatura crítica. El
artista pareciera estar influenciado por diversos momentos de la tradición
paisajística europea cuya confluencia, no obstante, no deja escapar, a nuestro
juicio, el contraste entre su intención naturalista y una resolución cargada de
lirismo.
En la pieza que
analizamos no se halla expresado el sentimiento de «lo sublime» que, según
autores como Aura Guerrero, puede ser observado, sobre todo, en cuadros del
pintor que retratan ocasos o amaneceres, en los que se prefigura su «concepción
romántica del paisaje», revelada en los drásticos contrastes de masas oscuras y
destellos luminosos[21]. Difícilmente
podemos hablar de realismo o naturalismo, en el sentido que la tradición crítica
ha impuesto al término, aunque Weissgärber insista en la impronta que esta
escuela dejó en la formación del pintor. Pero ha sido justamente esta
investigadora alemana la que ha resaltado las diversas influencias que tuvo
Bellermann en su formación estilística, entre las que cabe destacar las
recibidas de Heinrich Meyer, quien lo instruyó en el paisajismo clásico, de
Karl Blechen, admirador de Turner y quien debió estimular en el pintor la
concepción romántica del paisaje, de August Wilhelm Schirmer, de Friedrich Séller,
e incluso, del colosal romántico Caspar David Friedrich[22].
Ferdinand Bellermann. At the Orinoco, ca. 1860 |
En lo que parecen
estar de acuerdo los estudiosos de su obra, es en el evidente influjo que las
viejas tradiciones paisajísticas europeas, sobre todo la representada por
Claude Le Lorrain, tuvieron en la manera en que Bellermann concibió la
representación del entorno, y que se expresan en obras como Hacienda de San
Esteban, Puerto Cabello, Venezuela. «Al igual que el gran maestro —señala
Elizabeth Lizarralde— [Bellermann] pone el énfasis en la luz que baña las
formas sabiamente ordenadas [...] El aspecto teatral que a veces impera en las
obras se debe a sus primeros planos cuya tonalidad oscura contrasta con los
otros elementos pictóricos, acentuando los juegos de luz y sombra. Los pocos
personajes en las escenas que el artista representa, y el tamaño diminuto de
éstos, sirven mayormente para poner de relieve la inmensidad del paisaje»[23].
Ciertamente, los contrastes lumínicos y la profundidad otorgada a las vistas
representadas, son rasgos característicos de Bellermann que parecen tener su
origen en la fusión entre lo real y lo ideal defendida por Lorrain. Son estas
influencias, que determinan el arreglo compositivo del motivo natural, las que contribuyen
a crear la atmósfera francamente europea con la que Bellermann envuelve sus magníficas
vistas del paisaje nacional.
A la obra de
Bellermann, por su evidente madurez artística, su factura, belleza y
emotividad, debe dársele el lugar que merece en la historia del paisaje
nacional. Bien lo supo ver Alfredo Boulton al resaltar que «esa forma de
expresar la naturaleza no había sido vista anteriormente en nuestro medio [...]
nadie había pintado nuestro paisaje con tanta violencia. Su obra venezolana
encierra un sentido poético de muy especial valor artístico»[24].
Camille Pissarro: grafitos, tintas y aguadas
Ferdinand Bellermann. Coast of La Guaira at sunset, 1874 |
Camille Pissarro: grafitos, tintas y aguadas
Es interesante contrastar las características
de vida y obra de este viajero alemán con las de Camille Pissarro, otro artista
extranjero que llegó a nuestro país en 1852. Pissarro, nacido en la isla de
Saint Thomas en el seno de una familia de prósperos comerciantes, permanecerá
en Venezuela por 21 meses, período que hasta hace relativamente poco tiempo estuvo
prácticamente olvidado en los estudios sobre su trayectoria, en virtud de la enorme
importancia que posteriormente adquirirá su nombre como precursor del impresionismo.
La llegada del joven Pissarro se da en
un momento de breve calma en la convulsionada Venezuela de principios de la
segunda mitad del siglo XIX, signada por las pugnas entre los intereses de
liberales y conservadores, y por el creciente malestar que los abusos ocurridos
en las presidencias del llamado Monagato generaban en la población.
A diferencia de Bellermann, las
motivaciones de Pissarro no estaban asociadas a proyectos científicos y su
formación académica era escasa. Efectivamente, los años transcurridos en
Venezuela en compañía del pintor danés Fritz Melbye, constituirán un episodio
valioso para su educación plástica, en el que, por cierto, se mantuvo
trabajando dentro del circuito geográfico de Caracas y el litoral guaireño, sin
emprender expediciones de estudio ni viajes de aventura.
Las concepciones plásticas relativas a
la representación del paisaje en Pissarro se diferencian notablemente de las de
Bellermann. Es claro que el artista caribeño no sólo carecía del complejo
bagaje académico alemán que ya tenía Bellermann al arribar a nuestro país, sino
que los rudimentos técnicos que poseía los había adquirido en Francia y en el
ejercicio constante de la copia del natural, en Saint Thomas. Un carácter
desenfadado, alejado de la dramática teatralidad, alegre y tendiente a lo
pintoresco, identifica los dibujos venezolanos de Pissarro, cuya espontaneidad
y ligereza se deben también a la influencia que Melbye —mayor y con más
experiencia que el entonces joven Pissarro— ejerciera en él.
Camille Pissarro. Maiquetía-La Guaira/Pariata-La Guaira, 1852-1854 |
Camille Pissarro. San Pablo, 1852-1854 |
Los dibujos Maiquetía-La
Guaira/Pariata-La Guaira y San Pablo, pertenecientes a la
Colección Mercantil, ejemplifican bien el temple estilístico de Pissarro, quien «busca en la naturaleza la alegría de vivir y su realización como hombre [...]»[25].
En ellos la naturaleza no parece desbordar la condición humana, ni crear
conflictos devastadores al hombre, éste, más bien, se halla en perfecta armonía
con su entorno.
Maiquetía-La Guaira/Pariata-La Guaira retrata bucólicamente un paraje del litoral guaireño, caracterizado por la extrema luminosidad y la presencia inconfundible de la vegetación tropical. Existe una tensión evidente entre lo real observado y el motivo compuesto: Pissarro fue un excelente observador que se valió numerosas veces de los apuntes que tomaba del natural, pero, como bien lo ha demostrado Adolfo Wilson, el artista no escapaba de las influencias románticas de su tiempo, ni de los recursos derivados de la tradición del paisaje pastoral. De allí que sus dibujos manifiesten esa cierta tendencia al idealismo más que al naturalismo»[26]. A pesar de este acomodo del motivo, la naturaleza en Pissarro pocas veces se expresa sobredimensionadamente, así lo dejan ver las ajustadas escalas en que se disponen las formas vegetales, cielos y montañas, casas y, en este caso, la figura que aparece dibujada en el primer plano.
Otro rasgo característico de la obra venezolana de Pissarro es el sombreado con diagonales, en los que algunos estudiosos han querido ver el origen de la obra gráfica que el artista desarrollara años más tarde[27], y que sin duda constituye un excelente método para expresar los violentos contrastes de luz y sombra, e incluso la «disolución» visual que produce la radiante luz del trópico al incidir sobre los objetos.
San Pablo es también un pintoresco dibujo que retrata una vista de esa antigua parroquia caraqueña, ubicada en lo que actualmente es la zona de confluencia de las avenidas. Baralt y Lecuna, en el centro de la ciudad. En el primer plano del dibujo, destaca el viejo puente de San Pablo, uno de los dos viaductos que tenía el río Caroata en Caracas y que era «grande y hermoso», según palabras del viajero norteamericano H. E. Sanford[28]. Al fondo se divisa la Iglesia de San Pablo, cercana a la plaza del mismo nombre. Este templo fue demolido para dar cabida a la construcción, a partir de 1876, del Teatro Guzmán Blanco, hoy Teatro Municipal.
En este dibujo Pissarro se regodea en un gran escenario paisajístico que tiene como telón de fondo al Ávila y al claro cielo caraqueño. La masa del cerro y las nubes han sido apenas esbozadas por sutiles líneas, que contrastan con el abigarrado juego de luces y sombras del poblado, donde el trazo cobra mayor vigor. El artista establece el punto de interés al centro de la composición, llevando la vista al punto más oscuro, es decir, a la copa del árbol que sobresale del puente. La manera como ha sido concebido plásticamente esta composición puede enmarcarse dentro de lo que María Carolina Bravo ha definido como la «mirada descriptiva” del paisaje, cuya característica primordial está en las vistas realizadas «a una distancia intermedia, desde la cual el artista puede captar condiciones físicas de una manera objetiva y realista, basándose en los poderes de la razón, la técnica y la ciencia. Es una mirada disciplinada y confiada en los poderes racionales de la observación precisa, que revela una conciencia clara y definida del entorno urbano y arquitectónico»[29].
En la Colección Mercantil —en la que se reúnen más de cincuenta dibujos de Pissarro, correspondientes a su época venezolana—, también se hallan dos hermosas aguadas tituladas Le port de La Guaira, que retratan la rada desde la perspectiva oeste-este. En estas delicadas piezas se verifican dos aspectos relevantes de la obra venezolana de Pissarro. El primero, la luz, juega en ambas un papel protagónico. En una de estas obras, que representa una escena portuaria en horas cercanas al mediodía, la luz baña los cuerpos casi cenitalmente, por lo que los contrastes lumínicos no cobran especial dramatismo. La escena muestra faenas en ejecución, como el acarreo de víveres y materiales en burro o carreta. La otra vista está concebida y tratada como un atardecer, en ese momento especial del día que se da justo antes de que el sol se oculte, con el astro tocando casi perpendicularmente la cara noroccidental de la ensenada. Pissarro logra transmitir la atmósfera de poética calma que acompaña la culminación de la jornada diaria, cuando los pescadores llegan del mar y el pueblo comienza a recogerse. El artista usó diferentes grados de saturación de la tinta sepia para lograr efectos muy contrastantes de luz y sombra, dejando incluso el papel en blanco en los lugares donde buscó expresar el enceguecimiento que produce la excesiva luminosidad. «De [la naturaleza] retiene no sólo su aspecto exterior —escribió Juan Calzadilla al analizar los efectos lumínicos en algunos paisajes de Pissarro—, sino sobre todo la manera en que se reflejan en sus formas o contribuyen a los cambios de éstas, los elementos, el viento, la atmósfera y, sobre todo, la luz; en el trópico el tiempo no pasa sin que se modifiquen las condiciones atmosféricas en que percibimos las cosas, con el transcurso de las horas»[30].
Maiquetía-La Guaira/Pariata-La Guaira retrata bucólicamente un paraje del litoral guaireño, caracterizado por la extrema luminosidad y la presencia inconfundible de la vegetación tropical. Existe una tensión evidente entre lo real observado y el motivo compuesto: Pissarro fue un excelente observador que se valió numerosas veces de los apuntes que tomaba del natural, pero, como bien lo ha demostrado Adolfo Wilson, el artista no escapaba de las influencias románticas de su tiempo, ni de los recursos derivados de la tradición del paisaje pastoral. De allí que sus dibujos manifiesten esa cierta tendencia al idealismo más que al naturalismo»[26]. A pesar de este acomodo del motivo, la naturaleza en Pissarro pocas veces se expresa sobredimensionadamente, así lo dejan ver las ajustadas escalas en que se disponen las formas vegetales, cielos y montañas, casas y, en este caso, la figura que aparece dibujada en el primer plano.
Otro rasgo característico de la obra venezolana de Pissarro es el sombreado con diagonales, en los que algunos estudiosos han querido ver el origen de la obra gráfica que el artista desarrollara años más tarde[27], y que sin duda constituye un excelente método para expresar los violentos contrastes de luz y sombra, e incluso la «disolución» visual que produce la radiante luz del trópico al incidir sobre los objetos.
San Pablo es también un pintoresco dibujo que retrata una vista de esa antigua parroquia caraqueña, ubicada en lo que actualmente es la zona de confluencia de las avenidas. Baralt y Lecuna, en el centro de la ciudad. En el primer plano del dibujo, destaca el viejo puente de San Pablo, uno de los dos viaductos que tenía el río Caroata en Caracas y que era «grande y hermoso», según palabras del viajero norteamericano H. E. Sanford[28]. Al fondo se divisa la Iglesia de San Pablo, cercana a la plaza del mismo nombre. Este templo fue demolido para dar cabida a la construcción, a partir de 1876, del Teatro Guzmán Blanco, hoy Teatro Municipal.
En este dibujo Pissarro se regodea en un gran escenario paisajístico que tiene como telón de fondo al Ávila y al claro cielo caraqueño. La masa del cerro y las nubes han sido apenas esbozadas por sutiles líneas, que contrastan con el abigarrado juego de luces y sombras del poblado, donde el trazo cobra mayor vigor. El artista establece el punto de interés al centro de la composición, llevando la vista al punto más oscuro, es decir, a la copa del árbol que sobresale del puente. La manera como ha sido concebido plásticamente esta composición puede enmarcarse dentro de lo que María Carolina Bravo ha definido como la «mirada descriptiva” del paisaje, cuya característica primordial está en las vistas realizadas «a una distancia intermedia, desde la cual el artista puede captar condiciones físicas de una manera objetiva y realista, basándose en los poderes de la razón, la técnica y la ciencia. Es una mirada disciplinada y confiada en los poderes racionales de la observación precisa, que revela una conciencia clara y definida del entorno urbano y arquitectónico»[29].
En la Colección Mercantil —en la que se reúnen más de cincuenta dibujos de Pissarro, correspondientes a su época venezolana—, también se hallan dos hermosas aguadas tituladas Le port de La Guaira, que retratan la rada desde la perspectiva oeste-este. En estas delicadas piezas se verifican dos aspectos relevantes de la obra venezolana de Pissarro. El primero, la luz, juega en ambas un papel protagónico. En una de estas obras, que representa una escena portuaria en horas cercanas al mediodía, la luz baña los cuerpos casi cenitalmente, por lo que los contrastes lumínicos no cobran especial dramatismo. La escena muestra faenas en ejecución, como el acarreo de víveres y materiales en burro o carreta. La otra vista está concebida y tratada como un atardecer, en ese momento especial del día que se da justo antes de que el sol se oculte, con el astro tocando casi perpendicularmente la cara noroccidental de la ensenada. Pissarro logra transmitir la atmósfera de poética calma que acompaña la culminación de la jornada diaria, cuando los pescadores llegan del mar y el pueblo comienza a recogerse. El artista usó diferentes grados de saturación de la tinta sepia para lograr efectos muy contrastantes de luz y sombra, dejando incluso el papel en blanco en los lugares donde buscó expresar el enceguecimiento que produce la excesiva luminosidad. «De [la naturaleza] retiene no sólo su aspecto exterior —escribió Juan Calzadilla al analizar los efectos lumínicos en algunos paisajes de Pissarro—, sino sobre todo la manera en que se reflejan en sus formas o contribuyen a los cambios de éstas, los elementos, el viento, la atmósfera y, sobre todo, la luz; en el trópico el tiempo no pasa sin que se modifiquen las condiciones atmosféricas en que percibimos las cosas, con el transcurso de las horas»[30].
Camille Pissarro. Le port de La Guaira, circa 1853 |
Camille Pissarro. Le port de La Guaira, circa 1853 |
Otro rasgo importante en estas dos vistas es la inclusión que en ellas se hace de figuras que realizan tareas cotidianas. Ha sido suficientemente comentada por la crítica la fascinación que sentía Pissarro por el retrato de tipos populares, afán que lo llevó a realizar muchos bosquejos y dibujos de escenas típicas donde mercaderes, arrieros, lavanderas o campesinos, configuran un verdadero álbum de imágenes a través del cual podemos acceder a la Caracas de entonces y sus alrededores, que constituye hoy en día un documento de incalculable valor artístico e histórico.
Por otra parte, Calzadilla[31]
ha realizado un interesante análisis para esbozar una posible datación de la
obra de Pissarro, siguiendo la tesis de que sus primeras obras venezolanas
fueron necesariamente dibujos a lápiz o plumilla —técnicas que, dicho sea de
paso, no abandonó durante su permanencia en nuestro país—, pasando paulatinamente,
a medida que iba adquiriendo cierta confianza técnica y familiaridad con los
motivos que le ofrecía el entorno, a medios que le permitieran un tratamiento
más pictórico, lo que lo condujo, finalmente, a realizar sus primeras acuarelas
en los últimos meses de 1853.
Es sabido que Pissarro y Melbye pasaron
una temporada en el litoral central a mediados de 1853, por lo que no es
descabellado suponer que las aguadas que nos ocupan hayan sido realizadas en
esta ocasión, sobre todo si tomamos en cuenta la depurada técnica en que están
realizadas, amén de la utilización misma de una técnica que se halla a medio
camino entre el dibujo a lápiz y la coloración acuarelista.
Katherine Chacón
[1] Esta
es Venezuela, Editorial Usiacurí, Caracas, 2000, p. 65. (Texto de Elías Pino Iturrieta).
[2] Marián Caballero:
“Cultura venezolana del siglo diecinueve” en: Galería
de Arte Nacional.Caracas/Inter-American
Development Bank-Cultural Center. Washington. Leading Figures in Venezuelan Painting of the Nineteenth Century. Protagonistas de la
pintura venezolana durante el siglo diecinueve, 1999, p. 31.
[3] Francisco Da Antonio: “La pintura colonial” en: Textos
sobre arte (Venezuela 1682-1982), Monte Ávila Editores, C. A., Colección Estudios, Caracas, 1980, pp. 59-64.
[4] María Carolina Bravo, en su trabajo Testimonios pictóricos y gráficos como
medios de interpretación del paisaje urbano. Caracas, período 1812-1900, ha
denominado “La capital arruinada” al período que va de 1830 a 1870, caracterizado
por una situación urbana que demostraba “los efectos de una catástrofe
devastadora tan implacable que sólo podrá recuperarse más de medio siglo
después”. Universidad Central de Venezuela, Comisión de Estudios de Post-Grado. Trabajo de Grado para optar al título de Magister Scientiarum en Artes Plásticas. Historia y Teoría, Caracas, 2003.
[5] “En el curso de esos años ejercieron
sucesivamente la Presidencia de la República: José Antonio Páez (1830-1835);
José María Vargas (1835-1836), cuyo período constitucional fue completado por
el vicepresidente Andrés Narvarte (1836-1837), primero y, luego, por el
vicepresidente Carlos Soublette (1837-1839); de nuevo José Antonio Páez
(1839-1843) y Carlos Soublette (1843-1847). El personaje política y
militarmente más influyente en esa etapa fue el general Páez”. Tomado de:
Fundación Polar: Diccionario de Historia
de Venezuela, Caracas, 1997, p. 398.
[6] Yasminy Pérez Silva: “Presencia de
artistas y cronistas extranjeros en la Venezuela decimonónica” en Galería de
Arte Nacional, Caracas, Artistas y
cronistas extranjeros en Venezuela. 1825-1899, Caracas, 1993, p. 11.
[7] Alfredo Boulton: Historia de la
pintura en Venezuela, Tomo II, Editorial Arte, Caracas, 1963, p. 97.
[8] Cf. Boulton: op. cit., pp. 98-100.
[9] Estos datos se deben al generoso
aporte de Alejandro Salas (†), de la Galería de Arte Nacional de Caracas.
[10] Cf. Susana Benko: Obras de la
Colección de la Galería de Arte Nacional. Arte Colonial y Arte Republicano,
pp. 30-32. Benko puntualiza que, según el coleccionista Bernardo Millán, “la
versión del 51 responde a una versión ‘españolizada’ de esta popular imagen, de
acuerdo a los atuendos de los personajes representados y a otras inexactitudes
iconográficas presentes en este primer plano”.
[11] Citado por Boulton, en: op. cit., p. 100.
[12] Recordemos que, aunque para esta fecha
ya se contaba con el recurso de la fotografía, ésta no era utilizada para
descripciones naturalistas, debido a las dificultades que conllevaba el
traslado de los equipos a las locaciones y la imposibilidad de captar tomas detalladas
de planos cercanos.
[13] Para nuestro análisis es conveniente
tener en cuenta los estudios que han tratado las relaciones entre las ideas de
la Ilustración y la apertura a la sensibilidad romántica. Entre ellos cabe
destacar los llevados a cabo por Rudolf Wittkower, La teoría clásica y la sensibilidad del siglo XVIII, y Kenneth Clark,
La rebelión romántica, de los que se
deduce que “en la actividad y pensamiento del siglo XVIII se sientan las bases
para la apertura de la mente hacia una nueva sensibilidad y orientación, tanto
en la filosofía como en las artes. Dentro de la Ilustración habían figuras que
anunciaban las formas románticas”. Cf. Berenice Daes de Ettedgui: Pintores y dibujantes extranjeros en el
siglo XIX venezolano: nacionalidad, permanencia y producción, Universidad Central de Venezuela, Facultad de Humanidades y Educación, Escuela de Artes, Trabajo de grado para optar al título de Licenciado en Arte, Caracas, 1987, pp. 10-12.
[14] Mariano
Picón-Salas: “Tiempo de Humboldt” en De
la conquista a la independencia y otros estudios, Monte Ávila Editores, Caracas, 1991, p. 208.
[15] Renate
Löschner: Bellermann y el paisaje
venezolano. 1842-1845, Ed.Arte, Caracas, 1977, p. 17.
[16] Los datos
acerca de la visita de Bellermann en Venezuela han sido tomados de: Helga
Weissgärber: “Sobre la vida y obra de Bellermann” en: Galería de Arte Nacional:
Ferdinand Bellermann en Venezuela.
Memoria del paisaje. 1842-1845, Caracas, 1991, pp. 17 a 23, y de Renate Löschner: op. cit.
[17] Cabe destacar que
esta misión se enmarcaba, en el contexto venezolano, dentro de una serie de
acontecimientos culturales que serán cardinales para la construcción de la idea
de nación, en un país que recién se estrenaba como tal: la publicación del Resumen de la Geografía de Venezuela, Mapa general de Venezuela y Atlas físico y
político de la República (1840) de Agustín Codazzi, y del Resumen de la Historia de Venezuela
(1841) de Rafael María Baralt y Ramón Díaz Martínez, así como la solemne
llegada de los restos mortales del Libertador a Caracas (1842).
[18] Helga Weissgärber: “Sobre la vida y
obra de un ‘pintor de selvas’, Ferdinand Bellermann” en Revista Puente, Revista de la República Democrática Alemana, N° 12/88, p. 36.
[19] Renate Löschner, citado por Elizabeth Lizarralde en:
“Venezuela: una mirada hacia el pasado” en: Pissarro
in Venezuela. Works in Venezuelan Collections of Camille Pissarro’s Venezuelan
Oeuvre (1852.1854). Pissarro en Venezuela. La obra venezolana de Camille
Pissarro en colecciones de Venezuela (1862-1854), Vestey Group, Caracas, 1997, p. 29.
[20] Cf. Alfredo Boulton: “Ferdinand
Bellermann en Venezuela” en: Galería de Arte Nacional: op. cit., p. 12.
[21] Aura
Guerrero: Génesis y evolución de la
pintura de paisaje en Venezuela (1840-1912), Universidad Complutense de Madrid, Facultad de Geografía e Historia, Departamento de Historia del Arte III, Madrid, 1994, p. 63.
[22] Cf. Weissgärber:
“Sobre la vida y obra de Bellermann” en: Galería de Arte Nacional: op. cit., pp. 17-18.
[23] Lizarralde: loc.
cit., p.
30.
[24] Boulton: op. cit., p. 127.
[25] Lizarralde: loc. cit., p. 33.
[26] Adolfo Wilson:
“Pissarro in Venezuela” en Camille Pissarro: The Venezuelan Period. 1852-1954, The Venezuelan Center, Nueva York, 1997, p. 6.
[27] Cf. Wilson: loc. cit., p. 8.
[28] Citado por Bravo, en: op. cit., p. 45.
[29] Ibídem, p. 130.
[30] Juan Calzadilla: “La
travesía venezolana de Camille Pissarro” en:
Pissarro in Venezuela. Works in Venezuelan
Collections of Camille Pissarro’s Venezuelan Oeuvre (1852.1854). Pissarro en
Venezuela. La obra venezolana de Camille Pissarro en colecciones de Venezuela
(1862-1854), op. cit, p. 55.
[31] Cf. Ibídem.
*Este texto constituye el capítulo II de mi libro Arte en el paisaje venezolano. Colección Mercantil (Ed. Mercantil, Caracas, 2005, pp. 23-42).
© Katherine Chacón
*Este texto constituye el capítulo II de mi libro Arte en el paisaje venezolano. Colección Mercantil (Ed. Mercantil, Caracas, 2005, pp. 23-42).
© Katherine Chacón
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