8 de noviembre de 2015

Los artistas viajeros. Visiones europeas del entorno nacional*



La estructura socio-económica de la Colonia, con su régimen de castas que establecía privilegios para unos pocos, y su rígido sistema de control económico y político por parte de la corona española, había venido resintiéndose desde comienzos del siglo XVIII. Para algunos historiadores, este siglo será fundamental para la historia venezolana, pues en él se sientan las bases de lo que será la futura república. A los cambios de orden institucional introducidos por los Borbones, dentro de los cuales se cuenta la creación de la Capitanía General de Venezuela, se unen los cambios de pensamiento derivados del contacto con las ideas de la Ilustración llegadas desde ultramar.

Los blancos criollos, descendientes de los primeros pobladores peninsulares, detentaban el poder económico, mas no el poder político, que era férreamente establecido desde España. Pertenecían éstos a «una clase harto poderosa por el control de los elementos materiales desde la época del poblamiento, y también experta en los usos del gobierno local a través del cabildo, [deben pues] ajustarse a la renovación borbónica o proponer maneras peculiares de control, más autónomas que las tradicionales, si pretenden permanecer en la cúpula de la sociedad»[1]. Este contexto generó paulatinamente anhelos de autonomía, traducidos en una soterrada y cada vez más radical oposición a la Corona, situación que se agudiza con el establecimiento del monopolio comercial de la Compañía Guipuzcoana en 1728.

La invasión de España por parte de los ejércitos de Napoleón a comienzos del siglo XIX fue aprovechada por algunos criollos para activar los primeros pasos del movimiento emancipador. Estas acciones tendrán culminación el 19 de abril de 1810, considerado el primer acto público y formal en pro de la independencia política, y el 5 de julio de 1811, cuando el Congreso declara la independencia y se firma el Acta que recoge esta decisión.

No obstante, el cruento capítulo de la Guerra de Independencia estaba por inaugurarse. Culminó en nuestro territorio en 1823, con la rendición de Puerto Cabello. Las luchas intestinas por el poder terminarían en 1830 con la definitiva separación de Venezuela de la Gran Colombia y su constitución como Estado soberano. Comienza así una nueva etapa en la vida del país: la de la Venezuela Republicana.

Cabe destacar que, si bien los cambios en el orden político habían sido profundos desde comienzos del siglo, en el orden social y cultural aún pervivían estructuras coloniales que, lentamente, y sólo a partir de la segunda mitad de la centuria, fueron dejadas atrás. Las artes plásticas, por ejemplo, no abandonaron su estamento artesanal hasta 1835, cuando comienza a funcionar la academia de dibujo y pintura. Hasta entonces se producían obras aspecto primitivo, en el que algunos han querido ver  «el desconocimiento de las leyes de la perspectiva, de las proporciones y del claroscuro»[2], y que otros han interpretado más bien como «una voluntad de estilo que se manifiesta a todo lo largo del continente»[3]. A los largos y penosos años transcurridos desde las primeras revueltas independentistas hasta la conformación de la República, período en el que el país se sumergió en la guerra y los conflictos políticos, deben sumarse los destrozos ocasionados por el terremoto de 1812, acontecimientos estos que bien pueden mencionarse como las causas primordiales del estancamiento cultural de la época y del consecuente poco desarrollo de las artes en este período[4].

La vida republicana había comenzado y con ella un tiempo de relativa paz. La mayoría de los historiadores coinciden en llamar al período que va desde 1830 a 1847 como el de la Oligarquía Conservadora, en el que la figura del General José Antonio Páez será capital[5]. Aunque el gobierno conservador actúo, como siempre, siguiendo los intereses de las clases dominantes, manteniendo las desigualdades sociales y la esclavitud, propulsó numerosos cambios que buscaban la organización del Estado, la estabilización de la economía y la unificación nacional. Fue determinante la apertura del país al mundo exterior, iniciativa muy necesaria tras los siglos de aislamiento producidos por el control que en este sentido había ejercido la corona española en sus colonias. El gobierno propició la celebración de tratados con los Países Bajos, Gran Bretaña, Estados Unidos, Francia, Suecia, Noruega y España, estableciendo relaciones diplomáticas, económicas, sociales y culturales con estas naciones. Los países con claras políticas de expansión colonial, como Francia, Inglaterra y Alemania, no tardaron en enviar misiones diplomáticas, científicas y artísticas que permitirían el reconocimiento del nuevo territorio amigo, «donde también proyectaban colocar grandes capitales»[6].

Por otra parte, Europa estaba, desde el siglo XVIII ávida por conocer el continente americano. El impulso científico originado en la ilustración y la atracción por lo exótico derivada del romanticismo contribuyeron a que este interés se concretara en la visita de numerosos científicos al continente. De éstos, Alejandro de Humboldt —como veremos luego— cobrará importancia determinante, pues será uno de los principales divulgadores de las bellezas naturales de América y de su potencial para el conocimiento naturalista, actuando como animador de muchos de los artistas que se acercaron a nuestro medio durante el siglo XIX.

La llegada de los primeros pintores y dibujantes extranjeros a Venezuela tuvo que causar enorme revuelo y admiración entre los artistas locales. Nunca antes en el país se había tenido la oportunidad de apreciar obras de factura académica. Boulton se ha referido, por ejemplo, a la llegada de Sir Robert Ker Porter en 1825, apuntando que «para la fecha en que él vino a Venezuela, nunca había llegado a nuestro país un pintor de tal alta categoría artística»[7].

Hasta ahora se ha registrado la presencia en Venezuela de alrededor de cincuenta artistas extranjeros que visitaron o permanecieron en nuestro país entre los años de 1830 a 1889. Se puede afirmar que ellos fueron, por demás, los grandes propulsores de la pintura de género paisajístico en estas latitudes, tema que había cobrado auge en Europa a raíz del apogeo de las ideas románticas. Si bien es cierto que en nuestro medio se había creado un sustrato cultural propicio para la asimilación del género, dado por el cambio de actitud del artista frente a la sociedad y el surgimiento de un sentimiento individualista que daba cabida a la contemplación, el impulso brindado por estos viajeros fue decisivo para su afianzamiento.

Uno de los primeros artistas en llegar fue Joseph Thomas, dibujante de procedencia inglesa del que se tiene hoy muy poca información. Se supone que estuvo activo en el país entre 1837 y 1844. Se conoce una sola obra de su autoría.

Joseph Thomas: View of the city of Caracas from the Calvary
La hermosa litografía de Joseph Thomas titulada View of the city of Caracas from the Calvary —conocida en otras versiones como Vista de la ciudad de Caracas— es, como hemos dicho, la única obra que se ha identificado como realización de este desconocido autor. Fue hecha en 1839, litografiada por W. Wood e impresa por Ackermann y Co., en Londres. Aunque Boulton señala que «esta litografía tuvo muy buena acogida entonces y todavía hoy guarda un gran atractivo, a tal punto que se hicieran varias versiones del mismo tema»[8], en realidad sólo se conoce otra versión de esta pieza. Ésta, dedicada al Conde de Durham, fue realizada en 1851 y tiene notables variantes respecto a la anterior. Fue una versión realizada con la misma piedra, y, hasta ahora, se desconoce al autor de tales modificaciones de la matriz original. Es factible suponer —dadas las distancias geográficas y temporales— que la tercera y cuarta versión a las que Boulton hace referencia no fueran realizadas con las piedras originales[9], tratándose sólo de reproducciones: una, hecha en Nueva York por J. Penniman, y otra hecha en París por Pierre y Jack Denis, propietarios de una galería de arte de Caracas; ninguna de estas dos reproducciones tiene fecha de edición.


Joseph Thomas. View of the city of Caracas from the Calvary, 1839. 
Colección Mercantil, Caracas
Foto: Cortesía Colección Mercantil, Caracas


Joseph Thomas. Vista de la ciudad de Caracas, 1851. 
Col. Fundación Museos Nacionales/Galería de Arte Nacional, Caracas

Las variantes entre la versión de 1839 y la de 1851 tienen lugar sobre todo en el primer plano, que representa al monte de El Calvario, punto desde donde es tomada la vista. En la primera versión, el terreno es homogéneo, simple, y no presenta accidentes topográficos; en la segunda, puede verse una caminería y la vegetación se hace más detallada. Los montículos que aparecen en el ángulo inferior izquierdo en la versión de 1839, han sido totalmente cambiados por una aglomeración de rocas en la posterior. Asimismo, las vacas presentes en la primera versión han sido sustituidas por una pareja de paseantes. El personaje sentado a la izquierda fue eliminado, y nuevos personajes se introdujeron a la derecha[10].

La versión de 1839 es una litografía iluminada con acuarela, la de 1851 es, en efecto, una litografía a color.

Esta pieza guarda mucho interés y gracia debido a que retrata la configuración de Caracas en la primera década del siglo XIX. Esa ciudad, en la que aún quedaban ruinas del terremoto de 1812, es representada por Thomas con toda la sencillez de sus construcciones, la imponencia de un paisaje coronado por El Ávila y guardado por un cielo siempre veraniego. Thomas sitúa su visión desde El Calvario, sitio que, debido a su ubicación, fue paraje predilecto para los artistas de la época. En la litografía de Thomas aparecen señaladas con números, a modo de leyenda, diecisiete de las edificaciones más sobresalientes de la pequeña pero acogedora ciudad, como la Iglesia de la Trinidad, el Convento de la Concepción, las casas de José María de Rojas, Sir Robert Ker Porter y del Marqués del Toro.

La imagen tiene el mérito de haber sido enviada a Andrés Bello a Santiago de Chile por su hermano Carlos Bello, junto a otros documentos de interés. Boulton cita las palabras que el educador escribió al consignar recibo de la misma: «De la vista de Caracas, sobre todo, no pueden saciarse mis ojos y aunque busco en ella vanamente lo que no era posible que me trasladase el grabado, paso a lo menos algunos momentos de agradable ilusión. Me has hecho el más apreciable, el más exquisito presente»[11].

Vale decir que la pieza perteneciente a la Colección del Banco Mercantil, corresponde a la primera versión de esta imagen, hecha en 1839, de hecho la más difundida. Es interesante acotar que la Galería de Arte Nacional de Caracas, posee un ejemplar de la segunda versión de esta litografía.

Ferdinand Bellermann: Hacienda de San Esteban, Puerto Cabello, Venezuela
Otro artista que visitó nuestro país por esos años —de 1842 a 1845— fue el alemán Ferdinand Bellermann. La obra de Bellermann se presenta hoy como un excelente ejemplo para estudiar el enfoque que se dio al paisaje venezolano a través de la mirada de los «naturalistas alemanes», —Appun, Bellermann, Goering— quienes estuvieron determinantemente influidos por las ideas de Humboldt y cuyo trabajo cabalgó entre la necesidad de descripción científica y la fascinación romántica por la naturaleza tropical[12].

Como buen hijo de la Ilustración[13], Humboldt perseguía el conocimiento de una manera integral, llevado por una verdadera necesidad de desentrañar los infinitos misterios del mundo natural. «Fue aquel barón alemán —escribió Picón-Salas—, antes que la ciencia del siglo XIX comenzara a especializar demasiado a los sabios e hiciera de cada conocimiento una provincia cerrada, el último viajero universal, quien del mundo de la naturaleza puede pasar con la misma intuición ferviente al de las sociedades y las costumbres»[14]. Esta actitud abierta y desprejuiciada ante lo novedoso lo llevó a maravillarse por el paisaje, la fauna, la flora y los fenómenos naturales que observó en nuestro país, al que había llegado en 1799. Debido a las enormes contribuciones que realizó en América, Humboldt fue, según palabras de Simón Bolívar, el «descubridor científico del Nuevo Mundo».

Las emocionantes experiencias de Humboldt en América, su interés por asegurar que los datos científicos fuesen expresados de una forma fidedigna, y su espíritu altamente sensible, lo llevaron a esbozar una teoría de la representación artística del paisaje, que lo convierte igualmente en el descubridor estético del continente.

El naturalista «estimulaba a los pintores a que representaran el mundo tropical en vistas artístico-fisonómicas»[15], que debían destacar aquellas formas que predominasen en el paisaje y que, de hecho, le imponían a éste su carácter. En esta intención, las representaciones vegetales jugaban un papel sustancial, pues daban cuenta de la región climática tratada y de la riqueza y variedad de la zona, todo esto logrado a través del realismo científico, es decir, del retrato cabal del motivo natural tomado directamente del entorno.

Por otra parte, Humboldt tuvo influencia directa en Bellermann: enterado el sabio alemán de la decisión del pintor de visitar Venezuela y habiendo ya conocido su talento para la representación de las formas de la naturaleza, no dudó en recomendarlo al rey Federico Guillermo IV de Prusia para que lo beneficiara con una beca que le permitiese cubrir los gastos de su permanencia en el país —Bellermann había conseguido viajar gratuitamente en el barco de un comerciante hamburgués—; de igual manera, el sabio lo ayudó en los trámites para la obtención de un pasaporte y le extendió una carta de recomendación que facilitara su buena acogida en nuestra nación. También le señaló los sitios y parajes más interesantes, exhortándolo principalmente a visitar la Cueva del Guácharo y los Andes, región ésta que él mismo no había podido recorrer durante su permanencia en Venezuela.

Bellermann arriba al puerto de La Guaira el 10 de julio de 1842, proveniente de Hamburgo[16]. Su viaje tendrá las características de una verdadera aventura, pues el pintor  recorrerá buena parte de la geografía nacional en su interés por conocer y retratar la exótica naturaleza venezolana[17].

Pasará temporadas en Puerto Cabello y Caracas, y visitará La Guaira, Macuto, Maiquetía, La Victoria, San Mateo, Maracay y Valencia, explorando y tomando apuntes de selvas, costas y montañas, actividad propia de un incansable explorador. A mediados de 1843 emprende la excursión hacia la Cueva del Guácharo, partiendo de Cumaná y siguiendo por Cumacacoa hasta llegar a Caripe. A finales de ese año lleva a cabo su expedición al Orinoco, que realiza en un velero que sale de Puerto Cabello y llega a Angostura. En 1844 va a la Colonia Tovar y, de regreso en Caracas, hace recorridos por los alrededores de la ciudad y Galipán. A finales de ese año comienza su viaje a Mérida, a donde llega desde Maracaibo, pasando a los Andes por La Ceiba. Transitará por Betijoque, Escuque, Mendoza, La Puerta, La Mesa, Timotes y Chachopo, alcanzando el Páramo de Mucuchíes, para pasar rápidamente a Mucurubá y Tabay. Arriba a Mérida y visita luego Ejido, Jají y Lagunillas. Posteriormente, y tras superar problemas de salud, estará por algunos meses entre Caracas y Puerto Cabello, así como en las zonas aledañas. Las obras realizadas durante este recorrido inauguran la temática del paisaje del interior del país: la representación paisajística, hasta entonces, había estado circunscrita a la ciudad capital.

Ferdinand Bellermann. Hacienda de San Esteban, Puerto Cabello
Venezuela, 1856

El hermoso cuadro titulado Hacienda de San Esteban, Puerto Cabello, Venezuela, de la Colección Mercantil, fue realizado por Bellermann en 1856, once años después de su visita a Venezuela. La obra retrata un paraje de la finca que un comerciante alemán de apellido Glöckler poseía en San Esteban, localidad cercana a Puerto Cabello. Bellermann había conocido a Glöckler el día de su llegada a Venezuela; inmediatamente, éste le había extendido una invitación a pasar una temporada en su casa de campo. El pintor visitó por primera vez la estancia en 1842, y regresaría en numerosas ocasiones, fascinado por el paisaje y la compañía. Fue este, de hecho, el último lugar del país que el artista recorrió antes de partir a Europa. En su diario anotó: «el Valle de San Esteban es uno de los recuerdos más hermosos de mi vida»[18], no sólo por la amistad que le brindara Glöckler, sino por el entusiasmo que le provocaba el exuberante paisaje, que aparece repetidas veces como tema de sus obras.

Entre los preceptos estéticos que había expresado Humboldt para la fiel captación pictórica de lo paisajes tropicales se imponía la toma de apuntes del natural y la concienzuda elaboración de la vista en los talleres europeos. «…solamente aquellos esbozos hechos en medio de la naturaleza podrán —después del regreso del artista a Europa— trasmitirnos en forma convincente el carácter verdadero de estas lejanas regiones, luego de ser reelaborados en los estudios de los pintores del Viejo Mundo»[19]. Así, se sabe que Bellermann realizaba tanto dibujos y apuntes como esbozos en óleo directamente del natural. Éstos, generalmente ejecutados sobre cartón y de pequeñas dimensiones, fueron en muchas ocasiones reelaborados años después en lienzos de mayor formato en su taller de la capital alemana. En nuestro caso, este hecho se verifica porque existe, en las colecciones de los Museos Estatales de Berlín, Galería Nacional, el cuadro titulado Hacienda azucarera de San Esteban, cerca de Puerto Cabello, un óleo sobre cartulina fechado en 1844-45, que reproduce exactamente el mismo paisaje que representa el lienzo perteneciente a la Colección Mercantil que analizamos aquí, y que suponemos es el boceto a partir del cual el artista elaboró, en 1856, la obra que nos ocupa. Tal y como lo describe Alfredo Boulton[20], y contra la pasmosa similitud de ambos cuadros, el boceto difiere de la obra de taller, sobre todo, por el carácter de la pincelada, que es más pastosa y espontánea que en la reproducción posterior, la cual, en cambio, posee una atmósfera sutil, dada por el cuidado extremo de la pincelada y una mayor definición de las formas.

En Hacienda de San Esteban, Puerto Cabello, Venezuela, el paisaje ha sido compuesto magistralmente, en un esquema simétrico, donde el conglomerado vegetal, característico de algunos cuadros de Bellermann, actúa como el centro de la composición, alrededor del cual parecen girar los otros elementos presentes en la obra. Es especialmente destacable el fondo que impone el cielo nuboso, a través del cual se trasluce la brumosa silueta de una montaña, y cuya luz establece cierto contraste con las formas de los primeros planos, cromáticamente más oscuras. En estos planos pueden verse figuras realizando faenas de campo y casas de hacienda, extremadamente disminuidos frente a la inmensidad imponente del paisaje a cielo abierto y de la generosa vegetación.

Los rasgos estilísticos de Bellermann han sido objeto de abundante literatura crítica. El artista pareciera estar influenciado por diversos momentos de la tradición paisajística europea cuya confluencia, no obstante, no deja escapar, a nuestro juicio, el contraste entre su intención naturalista y una resolución cargada de lirismo.

En la pieza que analizamos no se halla expresado el sentimiento de «lo sublime» que, según autores como Aura Guerrero, puede ser observado, sobre todo, en cuadros del pintor que retratan ocasos o amaneceres, en los que se prefigura su «concepción romántica del paisaje», revelada en los drásticos contrastes de masas oscuras y destellos luminosos[21]. Difícilmente podemos hablar de realismo o naturalismo, en el sentido que la tradición crítica ha impuesto al término, aunque Weissgärber insista en la impronta que esta escuela dejó en la formación del pintor. Pero ha sido justamente esta investigadora alemana la que ha resaltado las diversas influencias que tuvo Bellermann en su formación estilística, entre las que cabe destacar las recibidas de Heinrich Meyer, quien lo instruyó en el paisajismo clásico, de Karl Blechen, admirador de Turner y quien debió estimular en el pintor la concepción romántica del paisaje, de August Wilhelm Schirmer, de Friedrich Séller, e incluso, del colosal romántico Caspar David Friedrich[22].

Ferdinand Bellermann. At the Orinoco, ca. 1860















En lo que parecen estar de acuerdo los estudiosos de su obra, es en el evidente influjo que las viejas tradiciones paisajísticas europeas, sobre todo la representada por Claude Le Lorrain, tuvieron en la manera en que Bellermann concibió la representación del entorno, y que se expresan en obras como Hacienda de San Esteban, Puerto Cabello, Venezuela«Al igual que el gran maestro —señala Elizabeth Lizarralde— [Bellermann] pone el énfasis en la luz que baña las formas sabiamente ordenadas [...] El aspecto teatral que a veces impera en las obras se debe a sus primeros planos cuya tonalidad oscura contrasta con los otros elementos pictóricos, acentuando los juegos de luz y sombra. Los pocos personajes en las escenas que el artista representa, y el tamaño diminuto de éstos, sirven mayormente para poner de relieve la inmensidad del paisaje»[23]. Ciertamente, los contrastes lumínicos y la profundidad otorgada a las vistas representadas, son rasgos característicos de Bellermann que parecen tener su origen en la fusión entre lo real y lo ideal defendida por Lorrain. Son estas influencias, que determinan el arreglo compositivo del motivo natural, las que contribuyen a crear la atmósfera francamente europea con la que Bellermann envuelve sus magníficas vistas del paisaje nacional.

A la obra de Bellermann, por su evidente madurez artística, su factura, belleza y emotividad, debe dársele el lugar que merece en la historia del paisaje nacional. Bien lo supo ver Alfredo Boulton al resaltar que «esa forma de expresar la naturaleza no había sido vista anteriormente en nuestro medio [...] nadie había pintado nuestro paisaje con tanta violencia. Su obra venezolana encierra un sentido poético de muy especial valor artístico»[24].

Ferdinand Bellermann. Coast of  La Guaira at sunset, 1874

Camille Pissarro: grafitos, tintas y aguadas
Es interesante contrastar las características de vida y obra de este viajero alemán con las de Camille Pissarro, otro artista extranjero que llegó a nuestro país en 1852. Pissarro, nacido en la isla de Saint Thomas en el seno de una familia de prósperos comerciantes, permanecerá en Venezuela por 21 meses, período que hasta hace relativamente poco tiempo estuvo prácticamente olvidado en los estudios sobre su trayectoria, en virtud de la enorme importancia que posteriormente adquirirá su nombre como precursor del impresionismo.

La llegada del joven Pissarro se da en un momento de breve calma en la convulsionada Venezuela de principios de la segunda mitad del siglo XIX, signada por las pugnas entre los intereses de liberales y conservadores, y por el creciente malestar que los abusos ocurridos en las presidencias del llamado Monagato generaban en la población.

A diferencia de Bellermann, las motivaciones de Pissarro no estaban asociadas a proyectos científicos y su formación académica era escasa. Efectivamente, los años transcurridos en Venezuela en compañía del pintor danés Fritz Melbye, constituirán un episodio valioso para su educación plástica, en el que, por cierto, se mantuvo trabajando dentro del circuito geográfico de Caracas y el litoral guaireño, sin emprender expediciones de estudio ni viajes de aventura.

Las concepciones plásticas relativas a la representación del paisaje en Pissarro se diferencian notablemente de las de Bellermann. Es claro que el artista caribeño no sólo carecía del complejo bagaje académico alemán que ya tenía Bellermann al arribar a nuestro país, sino que los rudimentos técnicos que poseía los había adquirido en Francia y en el ejercicio constante de la copia del natural, en Saint Thomas. Un carácter desenfadado, alejado de la dramática teatralidad, alegre y tendiente a lo pintoresco, identifica los dibujos venezolanos de Pissarro, cuya espontaneidad y ligereza se deben también a la influencia que Melbye —mayor y con más experiencia que el entonces joven Pissarro— ejerciera en él.

Camille Pissarro. Maiquetía-La Guaira/Pariata-La Guaira, 1852-1854


Camille Pissarro. San Pablo, 1852-1854

Los dibujos Maiquetía-La Guaira/Pariata-La Guaira y San Pablo, pertenecientes a la Colección Mercantil, ejemplifican bien el temple estilístico de Pissarro, quien «busca en la naturaleza la alegría de vivir y su realización como hombre [...]»[25]. En ellos la naturaleza no parece desbordar la condición humana, ni crear conflictos devastadores al hombre, éste, más bien, se halla en perfecta armonía con su entorno.

Maiquetía-La Guaira/Pariata-La Guaira retrata bucólicamente un paraje del litoral guaireño, caracterizado por la extrema luminosidad y la presencia inconfundible de la vegetación tropical. Existe una tensión evidente entre lo real observado y el motivo compuesto: Pissarro fue un excelente observador que se valió numerosas veces de los apuntes que tomaba del natural, pero, como bien lo ha demostrado Adolfo Wilson, el artista no escapaba de las influencias románticas de su tiempo, ni de los recursos derivados de la tradición del paisaje pastoral. De allí que sus dibujos manifiesten esa cierta tendencia al idealismo más que al naturalismo»[26]. A pesar de este acomodo del motivo, la naturaleza en Pissarro pocas veces se expresa sobredimensionadamente, así lo dejan ver las ajustadas escalas en que se disponen las formas vegetales, cielos y montañas, casas y, en este caso, la figura que aparece dibujada en el primer plano. 

Otro rasgo característico de la obra venezolana de Pissarro es el sombreado con diagonales, en los que algunos estudiosos han querido ver el origen de la obra gráfica que el artista desarrollara años más tarde[27], y que sin duda constituye un excelente método para expresar los violentos contrastes de luz y sombra, e incluso la «disolución» visual que produce la radiante luz del trópico al incidir sobre los objetos.

San Pablo es también un pintoresco dibujo que retrata una vista de esa antigua parroquia caraqueña, ubicada en lo que actualmente es la zona de confluencia de las avenidas. Baralt y Lecuna, en el centro de la ciudad. En el primer plano del dibujo, destaca el viejo puente de San Pablo, uno de los dos viaductos que tenía el río Caroata en Caracas y que era «grande y hermoso», según palabras del viajero norteamericano H. E. Sanford[28]. Al fondo se divisa la Iglesia de San Pablo, cercana a la plaza del mismo nombre. Este templo fue demolido para dar cabida a la construcción, a partir de 1876, del Teatro Guzmán Blanco, hoy Teatro Municipal.

En este dibujo Pissarro se regodea en un gran escenario paisajístico que tiene como telón de fondo al Ávila y al claro cielo caraqueño. La masa del cerro y las nubes han sido apenas esbozadas por sutiles líneas, que contrastan con el abigarrado juego de luces y sombras del poblado, donde el trazo cobra mayor vigor. El artista establece el punto de interés al centro de la composición, llevando la vista al punto más oscuro, es decir, a la copa del árbol que sobresale del puente. La manera como ha sido concebido plásticamente esta composición puede enmarcarse dentro de lo que María Carolina Bravo ha definido como la «mirada descriptiva” del paisaje, cuya característica primordial está en las vistas realizadas «a una distancia intermedia, desde la cual el artista puede captar condiciones físicas de una manera objetiva y realista, basándose en los poderes de la razón, la técnica y la ciencia. Es una mirada disciplinada y confiada en los poderes racionales de la observación precisa, que revela una conciencia clara y definida del entorno urbano y arquitectónico»[29].

En la Colección Mercantil —en la que se reúnen más de cincuenta dibujos de Pissarro, correspondientes a su época venezolana—, también se hallan dos hermosas aguadas tituladas Le port de La Guaira, que retratan la rada desde la perspectiva oeste-este. En estas delicadas piezas se verifican dos aspectos relevantes de la obra venezolana de Pissarro. El primero, la luz, juega en ambas un papel protagónico. En una de estas obras, que representa una escena portuaria en horas cercanas al mediodía, la luz baña los cuerpos casi cenitalmente, por lo que los contrastes lumínicos no cobran especial dramatismo. La escena muestra faenas en ejecución, como el acarreo de víveres y materiales en burro o carreta. La otra vista está concebida y tratada como un atardecer, en ese momento especial del día que se da justo antes de que el sol se oculte, con el astro tocando casi perpendicularmente la cara noroccidental de la ensenada. Pissarro logra transmitir la atmósfera de poética calma que acompaña la culminación de la jornada diaria, cuando los pescadores llegan del mar y el pueblo comienza a recogerse. El artista usó diferentes grados de saturación de la tinta sepia para lograr efectos muy contrastantes de luz y sombra, dejando incluso el papel en blanco en los lugares donde buscó expresar el enceguecimiento que produce la excesiva luminosidad. «De [la naturaleza] retiene no sólo su aspecto exterior —escribió Juan Calzadilla al analizar los efectos lumínicos en algunos paisajes de Pissarro—, sino sobre todo la manera en que se reflejan en sus formas o contribuyen a los cambios de éstas, los elementos, el viento, la atmósfera y, sobre todo, la luz; en el trópico el tiempo no pasa sin que se modifiquen las condiciones atmosféricas en que percibimos las cosas, con el transcurso de las horas»[30].

Camille Pissarro. Le port de La Guaira, circa 1853
Camille Pissarro. Le port de La Guaira, circa 1853




























Otro rasgo importante en estas dos vistas es la inclusión que en ellas se hace de figuras que realizan tareas cotidianas. Ha sido suficientemente comentada por la crítica la fascinación que sentía Pissarro por el retrato de tipos populares, afán que lo llevó a realizar muchos bosquejos y dibujos de escenas típicas donde mercaderes, arrieros, lavanderas o campesinos, configuran un verdadero álbum de imágenes a través del cual podemos acceder a la Caracas de entonces y sus alrededores, que constituye hoy en día un documento de incalculable valor artístico e histórico.

Por otra parte, Calzadilla[31] ha realizado un interesante análisis para esbozar una posible datación de la obra de Pissarro, siguiendo la tesis de que sus primeras obras venezolanas fueron necesariamente dibujos a lápiz o plumilla —técnicas que, dicho sea de paso, no abandonó durante su permanencia en nuestro país—, pasando paulatinamente, a medida que iba adquiriendo cierta confianza técnica y familiaridad con los motivos que le ofrecía el entorno, a medios que le permitieran un tratamiento más pictórico, lo que lo condujo, finalmente, a realizar sus primeras acuarelas en los últimos meses de 1853.

Es sabido que Pissarro y Melbye pasaron una temporada en el litoral central a mediados de 1853, por lo que no es descabellado suponer que las aguadas que nos ocupan hayan sido realizadas en esta ocasión, sobre todo si tomamos en cuenta la depurada técnica en que están realizadas, amén de la utilización misma de una técnica que se halla a medio camino entre el dibujo a lápiz y la coloración acuarelista.

Katherine Chacón



[1] Esta es Venezuela, Editorial Usiacurí, Caracas, 2000, p. 65. (Texto de Elías Pino Iturrieta).
[2] Marián Caballero: “Cultura venezolana del siglo diecinueve” en: Galería de Arte Nacional.Caracas/Inter-American Development Bank-Cultural Center. Washington. Leading Figures in Venezuelan Painting of the Nineteenth Century. Protagonistas de la pintura venezolana durante el siglo diecinueve, 1999, p. 31.
[3] Francisco Da Antonio: “La pintura colonial” en: Textos sobre arte (Venezuela 1682-1982), Monte Ávila Editores, C. A., Colección Estudios, Caracas, 1980, pp. 59-64.
[4] María Carolina Bravo, en su trabajo Testimonios pictóricos y gráficos como medios de interpretación del paisaje urbano. Caracas, período 1812-1900, ha denominado “La capital arruinada” al período que va de 1830 a 1870, caracterizado por una situación urbana que demostraba “los efectos de una catástrofe devastadora tan implacable que sólo podrá recuperarse más de medio siglo después”. Universidad Central de Venezuela, Comisión de Estudios de Post-Grado. Trabajo de Grado para optar al título de Magister Scientiarum en Artes Plásticas. Historia y Teoría, Caracas, 2003.
[5] “En el curso de esos años ejercieron sucesivamente la Presidencia de la República: José Antonio Páez (1830-1835); José María Vargas (1835-1836), cuyo período constitucional fue completado por el vicepresidente Andrés Narvarte (1836-1837), primero y, luego, por el vicepresidente Carlos Soublette (1837-1839); de nuevo José Antonio Páez (1839-1843) y Carlos Soublette (1843-1847). El personaje política y militarmente más influyente en esa etapa fue el general Páez”. Tomado de: Fundación Polar: Diccionario de Historia de Venezuela, Caracas, 1997, p. 398.
[6] Yasminy Pérez Silva: “Presencia de artistas y cronistas extranjeros en la Venezuela decimonónica” en Galería de Arte Nacional, Caracas, Artistas y cronistas extranjeros en Venezuela. 1825-1899, Caracas, 1993, p. 11.
[7] Alfredo Boulton: Historia de la pintura en Venezuela, Tomo II, Editorial Arte, Caracas, 1963, p. 97.
[8] Cf. Boulton: op. cit., pp. 98-100.
[9] Estos datos se deben al generoso aporte de Alejandro Salas (†), de la Galería de Arte Nacional de Caracas.
[10] Cf. Susana Benko: Obras de la Colección de la Galería de Arte Nacional. Arte Colonial y Arte Republicano, pp. 30-32. Benko puntualiza que, según el coleccionista Bernardo Millán, “la versión del 51 responde a una versión ‘españolizada’ de esta popular imagen, de acuerdo a los atuendos de los personajes representados y a otras inexactitudes iconográficas presentes en este primer plano”.
[11] Citado por Boulton, en: op. cit., p. 100.
[12] Recordemos que, aunque para esta fecha ya se contaba con el recurso de la fotografía, ésta no era utilizada para descripciones naturalistas, debido a las dificultades que conllevaba el traslado de los equipos a las locaciones y la imposibilidad de captar tomas detalladas de planos cercanos.
[13] Para nuestro análisis es conveniente tener en cuenta los estudios que han tratado las relaciones entre las ideas de la Ilustración y la apertura a la sensibilidad romántica. Entre ellos cabe destacar los llevados a cabo por Rudolf Wittkower, La teoría clásica y la sensibilidad del siglo XVIII, y Kenneth Clark, La rebelión romántica, de los que se deduce que “en la actividad y pensamiento del siglo XVIII se sientan las bases para la apertura de la mente hacia una nueva sensibilidad y orientación, tanto en la filosofía como en las artes. Dentro de la Ilustración habían figuras que anunciaban las formas románticas”. Cf. Berenice Daes de Ettedgui: Pintores y dibujantes extranjeros en el siglo XIX venezolano: nacionalidad, permanencia y producción, Universidad Central de Venezuela, Facultad de Humanidades y Educación, Escuela de Artes, Trabajo de grado para optar al título de Licenciado en Arte, Caracas, 1987, pp. 10-12.
[14] Mariano Picón-Salas: “Tiempo de Humboldt” en De la conquista a la independencia y otros estudios, Monte Ávila Editores, Caracas, 1991, p. 208.
[15] Renate Löschner: Bellermann y el paisaje venezolano. 1842-1845, Ed.Arte, Caracas, 1977, p. 17.
[16] Los datos acerca de la visita de Bellermann en Venezuela han sido tomados de: Helga Weissgärber: “Sobre la vida y obra de Bellermann” en: Galería de Arte Nacional: Ferdinand Bellermann en Venezuela. Memoria del paisaje. 1842-1845,  Caracas, 1991, pp. 17 a 23, y de Renate Löschner: op. cit.
[17] Cabe destacar que esta misión se enmarcaba, en el contexto venezolano, dentro de una serie de acontecimientos culturales que serán cardinales para la construcción de la idea de nación, en un país que recién se estrenaba como tal: la publicación del Resumen de la Geografía de Venezuela, Mapa general de Venezuela y Atlas físico y político de la República (1840) de Agustín Codazzi, y del Resumen de la Historia de Venezuela (1841) de Rafael María Baralt y Ramón Díaz Martínez, así como la solemne llegada de los restos mortales del Libertador a Caracas (1842).
[18] Helga Weissgärber: “Sobre la vida y obra de un ‘pintor de selvas’, Ferdinand Bellermann” en Revista Puente, Revista de la República Democrática Alemana, N° 12/88, p. 36.
[19] Renate Löschner, citado por Elizabeth Lizarralde en: “Venezuela: una mirada hacia el pasado” en: Pissarro in Venezuela. Works in Venezuelan Collections of Camille Pissarro’s Venezuelan Oeuvre (1852.1854). Pissarro en Venezuela. La obra venezolana de Camille Pissarro en colecciones de Venezuela (1862-1854), Vestey Group, Caracas, 1997, p. 29.
[20] Cf. Alfredo Boulton: “Ferdinand Bellermann en Venezuela” en: Galería de Arte Nacional: op. cit., p. 12.
[21] Aura Guerrero: Génesis y evolución de la pintura de paisaje en Venezuela (1840-1912), Universidad Complutense de Madrid, Facultad de Geografía e Historia, Departamento de Historia del Arte III, Madrid, 1994, p. 63.
[22] Cf. Weissgärber: “Sobre la vida y obra de Bellermann” en: Galería de Arte Nacional: op. cit., pp. 17-18.
[23] Lizarralde: loc. cit., p. 30.
[24] Boulton: op. cit., p. 127.
[25] Lizarralde: loc. cit., p. 33.
[26] Adolfo Wilson: “Pissarro in Venezuela” en Camille Pissarro: The Venezuelan Period. 1852-1954, The Venezuelan Center, Nueva York, 1997, p. 6.
[27] Cf. Wilson: loc. cit., p. 8.
[28] Citado por Bravo, en: op. cit., p. 45.
[29] Ibídem, p. 130.
[30] Juan Calzadilla: “La travesía venezolana de Camille Pissarro” en: Pissarro in Venezuela. Works in Venezuelan Collections of Camille Pissarro’s Venezuelan Oeuvre (1852.1854). Pissarro en Venezuela. La obra venezolana de Camille Pissarro en colecciones de Venezuela (1862-1854), op. cit, p. 55.
[31] Cf. Ibídem.





*Este texto constituye el capítulo II de mi libro Arte en el paisaje venezolano. Colección Mercantil (Ed. Mercantil, Caracas, 2005, pp. 23-42). 


© Katherine Chacón

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