Mercedes Pardo habla pausadamente. Su voz, como
cubierta de bruma, va contando lo vivido: ese ya largo camino de su vida en la
pintura. Mercedes recuerda, y en este recuerdo pintura y vida aparecen como dos
melodías unidas en contrapunto. Quizás por esto, María Fernanda Palacios, al
referirse a su obra, nos hable de la música, de un superar lo meramente óptico
para «esperar hasta que resuene la música
del color, hasta sentir el ritmo de esas superficies y la memoria sea alcanzada». Y es que para Mercedes la pintura no es ajena a la
vida misma ‒ese «hecho existencial» como ella misma lo nombra‒
transvasada en una forma, en un color, en un ritmo: en un lenguaje que ha sido
goce, que ha sido dolor.
Katherine Chacón:
¿Cómo surgen tus primeras obras abstractas después del período figurativo?
¿Cuál fue la necesidad plástica y vital que hizo que pasaras de la figuración a
la abstracción?
Mercedes Pardo: Yo
diría que no hay cambio sino evolución. Lo que sucede es que en la exposición
[se refiere a la muestra «Moradas del color», presentada en la Galería de Arte Nacional, Caracas,
en 1991] falta una etapa que corresponde a mi estancia en Chile. Después,
cuando llego a París, lo primero que hago es trabajar con André Lhote, que
venía de la escuela cubista. Además yo tenía una preparación previa. André
Lhote me introduce de lleno en la pintura moderna y es entonces cuando me doy
cuenta de que lo que yo venía haciendo estaba agotado y entro definitivamente
en la abstracción. El paso de la figuración a la abstracción no fue una ruptura
sino una evolución.
K. Ch.: AntonioEdmundo Monsanto fue uno de los maestros que más influyó en los artistas de tu
generación, ¿cómo sentiste su influencia?
M. P.: Él
era un sabio. Recuerdo que una vez, durante una sesión de análisis plástico,
Monsanto estaba analizando una obra de Cézanne y, admirablemente, nos hablaba
de la etapa en que posiblemente había sido pintada esa obra y el porqué de su
afirmación. Hasta ese punto de análisis profundo podía llegar. No sé si estuvo de
acuerdo con el abstraccionismo. Del cubismo nos debía que mostraba la realidad
un poco distorsionada. Era un hombre que buscaba la honestidad en todas las
cosas, en el hecho de pintar, en el hecho de expresarse correctamente. Monsanto
no nos influyó, él nos preparó con su sabiduría y con su mentalidad abierta.
K. Ch.: ¿Cómo
influye el medio parisino ‒en esa época
cuando la capital francesa podía ser
considerada el centro del mundo‒ en tu trabajo?
M. P.: Creo
que París sigue siendo el centro del mundo, aunque los poderes materiales estén
en otras partes. Allí encontré muchas cosas novedosas que me interesaron
enormemente porque partían de algo sumamente importante, algo que yo sentía
como una necesidad: el liberar el lenguaje de la pintura de lo que le fuese
ajeno, para llegar a la pintura misma, per
se. En ese momento tuve la revelación de Kandinsky. Mondrian en ese
entonces no era conocido en París, lo conocían en Nueva York algunos que habían
estado con él en la Bauhaus, pero no en Francia. En cambio Kandinsky si era muy
conocido, porque había vivido allí.
K. CH.: Has
hablado de Lhote. ¿Cómo era la enseñanza impartida por él?
M. P.: Es muy
difícil decirte eso en dos palabras.
Pero resumiendo diré que Lhote tenía un método demasiado rígido y uno debía seguir
absolutamente sus directrices. Yo las seguí a tal punto que él me echó del
taller, prácticamente. Lo que yo había hecho mientras estuve con él era algo
muerto y él era un crítico extraordinario, muy perspicaz. Él pensó entonces que
yo me había burlado, y no era cierto: yo había seguido sus directrices de buena
fe, aunque sabía que esos trabajos no tenían ningún valor, sabía, de antemano,
que todo eso estaba muerto.
Sin embargo, yo había asimilado todo lo que Lhote me
había dicho, y creo que me dejó cosas muy valiosas. Lhote me inicia en el color
puro, en las relaciones que hay entre los colores y los espacios. Mejor dicho:
él no me enseñó, más bien desarrolló mi intuición en ese sentido.
K. Ch.: Lhote ha
sido visto como un académico del cubismo y quizás por esto su pintura nos
parece un tanto árida. Su caso es particular porque constituyó un lazo para la
iniciación de muchos artistas latinoamericanos en los lenguajes plásticos de la
modernidad.
M. P.: Creo
que sí. Había en él algo muy importante para mí. No eran las clases ni asistir
al taller, sino las sesiones de análisis crítico. Al terminar cada semana,
Lhote hacía una crítica de los trabajos, y la profundizaba a fin de mes. A esas
sesiones asistía mucha gente que incluso pagaba para oírlo. Todo lo que se
podía decir de arte moderno era dicho allí. En esos momentos Lhote era el
hombre más abierto del mundo, pero había una contradicción tremenda entre lo
que él decía a sus alumnos y la manera como presentaba las proposiciones de
trabajo, y cómo después criticaba las obras. Eran dos cosas absolutamente
diferentes.
Umbra y penumbra, 1976. Acrílico sobre tela |
K. Ch.: Tus
primeras obras abstractas tienen soluciones rigurosas, formas precisas sobre
fondos de color plano. Poco a poco estas formas se van «suavizando», los
contornos se hacen más flexibles, hasta llegar a un momento en que las obras se
vuelven muy texturales, se hacen muy informales. ¿Cómo se desenvolvió en ti
este proceso?
M. P.: Esas
son cosas que se dan naturalmente, no se buscan. Las primeras obras son
búsquedas de color y de ritmo en el espacio. De repente me sentí fascinada por
la materia. La pintura es tan compleja y tan rica, que uno puede investigar en
una vía y en otra. Si uno lo hace con pasión y con conciencia de lo que está
haciendo, sin olvidar nunca el fluir de la intuición, todo se va dando.
K. Ch.: He notado
a través de tu obra y en varias entrevistas que te han hecho, que sueles
experimentar en tu pintura a través de la sensibilidad. No con experimentos
como tales, sino en una búsqueda regida por la intuición.
M. P.: Yo
no experimento nunca. La intuición siempre está. Lo que hago es, en cierto
modo, seguirla. El experimento me suena a laboratorio y yo no tengo recetas.
Pienso que cada día tiene que aportarme algo y mi interioridad también. Uno se
enriquece, se agota o decae, pero se debe estar atento a estas cosas para poder
trabajar.
Tú, 1969. Acrílico sobre tela |
K. Ch.: Cuando vi
tus acuarelas pensé mucho en las acuarelas de Kandinsky. ¿Cómo surge este
lenguaje tan lírico, tan libre? ¿Hay acaso alguna conexión entre ambos
lenguajes?
M. P.: Las
acuarelas son obras muy sueltas. En ella confluyeron muchas circunstancias, en
primer lugar, que soy mujer y soy madre, y en ese entonces tenía muy poco
tiempo para trabajar. Yo había visto las acuarelas de Kandinsky y me
fascinaban. Entonces empecé a hacer acuarelas. Fíjate que sí estás atinada
cuando ves esta relación. Te voy a contar algo curioso: el texto que puede
leerse en la sala donde están expuestas las acuarelas [se refiere a la muestra «Moradas del color», presentada en la Galería de Arte Nacional, Caracas,
en 1991] es de Pierre Volboudt, que es un especialista en Kandinsky. Él se
fascinó con mis acuarelas y escribió la presentación. Los libros que se han
escrito sobre Kandinsky después de su muerte, los ha escrito Volboudt con el
permiso de Nina Kandinsky, la viuda del pintor, quien no consentía que nadie
más escribiese con profundidad sobre Kandinsky, porque pensaba que Volboudt era
la única persona que había entrado muy profundamente en el espíritu de su
pintura.
K. Ch.: Entonces
¿sí hay puntos de contacto entre ambos trabajos?
M. P.: Si
puede haber algunas coincidencias. Pero es que cuando uno vive en un mundo en
el que hay tantas cosas, generalmente se topa con referenciales, eso es muy
común entre los pintores. Lo que podríamos llamar espíritu de la época. Así,
siempre aparecen coincidencias, sin que sean copias; son cosas que forman parte
de un lenguaje común.
K. Ch.: Quizás
forman parte de un espíritu que va más allá de la época y que pertenece al
hombre: nadie inventa nada, en el sentido estricto de la palabra.
M. P.: Sí,
a eso me refiero. Además las acuarelas coinciden con el nacimiento de mi hija
Carolina, con una situación vivencial muy fresca, con lo que significó para mí
una nueva maternidad.
Sin título, 1951. Collage sobre cartulina |
K. Ch.: En
contraposición con las acuarelas, noto en los collages un lenguaje muy duro.
Son como explosiones hechas con imágenes impresas, publicitarias, recortadas, y
siento en ellos algo muy fuerte, una suerte de poesía oscura. Los realizaste en
una época en la que te sentías oprimida por la sociedad de consumo y los
avatares de la vida moderna: ¿cómo ocurrió ese proceso de tomar las mismas
imágenes de la sociedad de consumo y verterlas en obras? ¿Es una especie de
exorcismo?
M. P.: Creo
que el collage es una forma poética del arte. El pintor, lo mismo que el poeta,
toma las palabras –en este caso las imágenes– y les da, en otro contexto, un
significado distinto. Las imágenes que están en los collages se refieren
siempre a un entorno que les da una significación distinta al fin para el cual
fueron hechas. Que los collages son duros, es posible; precisamente porque
están hechos con recortes de la vida diaria, que no es fácil. Los collages
tienen, de todas formas, un profundo sentido lírico.
Cuando los hice estábamos en un momento de guerra, la
guerra de Argelia. Después, cuando regresé a Venezuela y seguí haciendo
collages, estuve muy impresionada por la proliferación de ranchos que había,
porque cuando yo me fui, los campos eran otra cosa. Esa cantidad de miseria tan
evidente, y la misma opresión del gobierno de Pérez Jiménez, fueron cosas que
me conmovieron, por su alta carga de alienación. En los collages está todo eso.
Hay algo muy existencial en ellos. Tanto, que cuando María Fernanda Palacios
los vio me dijo que sentía en ellos algo de muerte, yo le respondí: tiene que
haberlo.
Signes, 1963. Libro de 12 monotipos |
K. Ch.: Háblame
de los monotipos. Relacionas los monotipos con lo simbólico, incluso con lo
mágico. Me interesa conocer este momento de tu trabajo.
M. P.: No
hay algo que impresione más que una ruina: es lo que queda de algo que pudo ser
esplendoroso. La ruina tiene otro esplendor. La ruina, eso que queda, no ha
quedado por coincidencia, sino por algo. Queda una imagen mítica de las cosas,
la cual puede dar pie para profundizar, no solamente acerca de la época o
acerca de lo que fue el hombre, sino en un volver a imaginar qué puede hacerse
a partir de eso como alimento terrestre. Nosotros estamos absolutamente
rodeados de objetos. Los artistas suelen rodearse de cosas que les son
necesarias para convivir con ellas. Son los alimentos terrestres de que hablaba
André Gide.
Te quiero contar algo en relación a los objetos. Yo
fui muy amiga de Pablo Neruda, desde muy joven. Muchas veces Neruda me invitaba
al mercado de las pulgas y él compraba allí los objetos más estrafalarios. Cuando
estos objetos estaban ya en su casa, se convertían en otra cosa. Neruda tenía
obsesión por las cosas marinas. Como siempre vivió en esa larguísima extensión
de tierra que es pura costa, y al sur, tenía en su ánimo una nostalgia muy
grande por el mar. Todas las cosas que compraba iban un poco hacia eso: tenía,
por ejemplo, una colección maravillosa de caracoles. Todos aquellos objetos lo
acompañaban y tomaban en aquel contexto otra dimensión. ¿Ves que si hay una
magia en los objetos y en lo que queda de ellos?
K. Ch.: José
Balza dice que la idea de realizar los monotipos surge en ti al ver, por
casualidad, la impresión que había producido un objeto cualquiera en un papel
de la calle.
M. P.: Eso
es absolutamente cierto. Además, los monotipos estaban hechos con objetos
encontrados al azar. Tendríamos que hablar un poco del azar. El azar en
realidad no existe per se. Hay una
gran cantidad de acontecimientos y complejidades que suceden todos los días, en
las que un espíritu atento quizás pueda descubrir algo. El azar es un encuentro,
como decía Balza, no es una búsqueda, sino un encuentro.
K. Ch.: ¿Cómo
concebías o cómo eran sus relaciones como pintora con el color como materia
expresiva en este período?
M. P.: Hay
un crítico noruego que me decía que la gran riqueza que había en los grises que
yo usaba, era color. Pues yo no me limitaba a uno o dos, sino que utilizaba una
gama extensísima de grises. Había una matización que podía ser vista como
color.
K. Ch.: Pero tú
no usas solamente grises. Hay brotes de mucho color. En las primeras obras geométricas
siento que empiezas a reflexionar muy vivencialmente acerca del color. Algunos títulos
nos hablan de eso: Rojo Hélios de
1954 o Sobre violetas de 1951. Son
obras tempranas en las que se presiente la obra posterior.
M. P.:
Indudablemente es así. Uno siempre tiende a desarrollar aquello para lo cual
uno tiene más dones o cualidades. Esa es una búsqueda muy difícil, pero hay que
seguirla. Se tiene que seguir la intuición y nada más.
K. Ch.: Háblame
de tu trabajo serigráfico. ¿Cómo llegas a la serigrafía y qué te ha brindado
esta técnica?
M. P.: La
intensidad de los colores de la serigrafía me atrajo mucho. Llagué a la
serigrafía de una manera muy sencilla. En París vivía una amiga mía portuguesa
con su esposo, se llamaba Lourdes Castro. Ella conocía la técnica, aunque de
una manera muy primaria. Empezó a hacer una revista de los jóvenes artistas que
estaban en París en ese momento. Nosotros íbamos y la ayudábamos. Todo era
hecho con una precariedad asombrosa, espeluznante. Carlos Cruz-Diez también
empieza en ese momento a trabajar sus serigrafías y creo que Lourdes, de algún
modo, influyó en su ánimo para la serigrafía. Como dije, el proceso era muy
precario, pero allí descubrimos un medio extraordinario. Carlos inmediatamente
empieza a hacer serigrafías y lleva a cabo toda esa investigación tan
importante y tan rigurosa que ha hecho. La serigrafía utiliza pigmentos muy puros,
que dan muchísimo. Además la serigrafía tiene algo que me parece muy hermoso,
que es el hecho de que uno puede hacer llegar un trabajo a mucha más gente. Mis
cuadros son muy pensados, muy trabajados. No produzco mucho: ni puedo, ni
quiero. En cambio, la serigrafía te permite la multiplicación. Ahora bien, la
serigrafía tiene su propia expresión. Yo no paso cuadros a serigrafías. Alguna
vez lo he hecho pero porque inicialmente lo hice en serigrafía y he querido
desarrollarlo en un espacio más grande.
K. Ch.: Como en Viva Diana, por ejemplo.
M. P.:
Exactamente, y quizás algún otro, pero lo he sometido a la expresión gráfica.
Una de las cosas más lindas que nos dijo siempre Monsanto fue que cada material
tenía su expresión y había que buscársela. Hay que buscar la pureza, la esencia
de esa expresión.
Con el óleo es muy difícil hacer grandes extensiones
de color muy parejas, además no creo que con el óleo sea necesario hacer eso. El
óleo es una de las materias más deliciosas para trabajar, pero no se presta
para hacer grandes planos de color puro, como sí los da la serigrafía. En la
serigrafía uno se encuentra de lleno con el pigmento, con el color mismo.
Viva Diana, 1989. Serigrafía sobre papel |
K. Ch.: ¿Y por
qué ese interés por el color puro?
M. P.: Mi
interés se va afinando cada vez más hacia el color. El color es luz, y la luz
es vida.
K. Ch.: ¿Por qué
te interesas por el acrílico?
M. P.:
Empiezo a pintar acrílico con pintura serigráfica y pincel, pero esto no
resultó, porque no era lo apropiado. El acrílico es algo relativamente
reciente. Fue Manuel Espinoza quien me habló de las pinturas acrílicas, que
permitían hacer lo que yo tanto estaba buscando. Para nosotros este material
era algo nuevo. Acabo de ver una exposición retrospectiva de Motherwell en el Museo
Guggenheim, donde había obras del año ‘58, más o menos, hechas en acrílico.
Pero yo empecé a pintar acrílico en los años setenta, porque en los sesenta
estuve en Francia haciendo otras cosas.
Noche en el Delta, 1978. Acrílico sobre tela |
K. Ch.: María
Fernanda Palacios toca un punto que a mí me parece fundamental para acercarse a
tu pintura: se pregunta sobre lo abstracto en tu obra se cuestiona sobre si lo
que entendemos por formas abstractas no son, más bien, imágenes de una “realidad
sin rostro”, imágenes de cosas profundas, no únicamente un experimento formal.
¿Qué opinas de esto?
M. P.: En
mí, la forma obedece siempre a un hecho existencial. En la pintura se va
conformando un lenguaje ligado a lo vivencial.
K. Ch.: También
señala allí el carácter “paisajístico” de tu pintura. Esto es, una pintura que
sólo busca la pintura, que no critica ni investiga ni reflexiona. Una forma
sugerente. Goce visual puro.
M. P.: Lo
que dices es muy exacto, sólo que añadiría que el goce a veces no es tanto, también
hay mucho dolor.
K. Ch.: La etapa
de los homenajes surgió en una época difícil de tu vida, ¿por qué estas
vivencias son canalizadas justamente en homenajes a la pintura?
M. P.: Eso
tiene una explicación bien sencilla. Rilke recomendaba volver a la infancia y yo,
de una manera muy personal y en un momento en que estaba muy confundida, muy
perdida espiritualmente, recurrí a lo que me ha formado, a lo que yo he amado
en la pintura, a lo que me ha hecho pintora. Soy de los artistas que gozan
mucho del trabajo de los demás. Por eso mi actuación en la pintura no es una
carrera, es algo de existencia. Los homenajes surgen porque yo me pregunto
¿dónde estoy?, ¿quién soy?, ¿qué me ha formado? Lo primero que hago es el
cuadro de Fra Angélico. Había hecho un homenaje mucho antes, pero no lo hice
con este sentimiento, es un cuadro, que no está expuesto ahora, sobre Jerónimo
Bosch. Esa reafirmación busca en lo que me ha formado, en una memoria,
interpretada de una manera muy lírica. En esos homenajes hay una reminiscencia.
El último homenaje que hice fue a Rufino Tamayo, de quien tengo una deuda de
gratitud.
Cuando hice mi exposición en el año ’78 [se refiere a
la muestra «Del taller de Mercedes Pardo hoy», presentada en la Galería de Arte Nacional, Caracas,
en 1978], Rufino vino y exhortó a Gamboa para que fuera a la exposición y para que
me hiciera una muestra en el Museo de Arte Moderno de México. A la vuelta, esa
muestra que se hizo en México se trajo para Caracas y por primera vez se me
tomó en cuenta y se me otorgó el Premio Nacional.
Rufino es la clase de artista a quien yo venero. No
solamente por su maravillosa y excelentísima obra, sino por esa generosidad de
reconocimiento a los demás. Cuando él veía algo de valor en los demás, lo
estimulaba sin ninguna mezquindad. Eso es lo que para mí es no solamente un
gran maestro, sino un verdadero artista.
Homenaje a Fra Angélico, 1984. Acrílico sobre tela |
K. Ch.: Quisiera
que nos hablaras de tu relación con Alejandro Otero. ¿Cómo asumiste tu pintura
en esta convivencia tan directa con otro artista?
M. P.:
Alejandro y yo tuvimos la misma formación: los dos fuimos alumnos de Monsanto,
los dos amábamos la pintura. Entre nosotros había una noción muy grande de
respeto por lo que cada uno hacía porque, si vamos a ver, nuestros trabajos son
muy disímiles. Cada uno seguía su propia voz, cantaba con su propia voz. Lo que
sí había era una exigencia mutua.
Si hubo alguna vez coincidencias en lo que los dos
hacíamos, se trató de eso que nombramos al comienzo, a lo referencial de una
época. Cuando yo estaba haciendo los cuadros matéricos, Alejandro tenía un
estudio aparte; como venía de hacer los Coloritmos y había dado un vuelco tan
radical haciendo los monocromos, no quería mostrar este último trabajo a nadie.
Yo vi los monocromos uno a dos años después de que fueron hechos. Esa
coincidencia fue totalmente azarosa, debido a un momento de búsqueda de ambos,
que en ambos tomó vías diversas posteriormente.
Quisiera añadir algo y me gustaría que lo destacaras. Esta
exposición [se refiere a la muestra «Moradas
del color», presentada en
la Galería de Arte Nacional, Caracas, en 1991] se ha logrado con un trabajo
previo en el cual mi hija Carolina fue un elemento clave. Ella como pintora y
como persona de excelente formación, tenía casi completamente estructurado lo
que después de desarrolló. Luego María Elena Núñez realizó la investigación. Y
detrás de esto, con un apoyo total y absolutamente necesario, está la Galería
de Arte Nacional con su equipo maravilloso.
Este proyecto tenía casi dos años de trabajo. La idea
de hacer esta exposición fue mía. Cuando noté que del año ‘41 al ‘91 habían
pasado cincuenta años de trabajo, quise mostrar lo que había hecho. El apoyo de
la galería de Arte Nacional fue necesario y sin él no se hubiera podido hacer
esto. Creo sinceramente que cuando se hace un trabajo tan serio, este es tan
importante como la obra que se muestra. El rescatar, el situar históricamente
dentro de la plástica venezolana un hecho que quizás no tenga mucha relevancia
pero que merece ser estudiado porque ha sido, porque pasó, es una labor
importantísima. También quiero mencionar el excelente texto de María Fernanda Palacios,
y las colaboraciones de Elizabeth Schön y Gloria Carnevalli. A todos estoy
profundamente agradecida.
© Katherine Chacón
*Esta entrevista es una versión corregida de la publicada en la Revista Imagen, Caracas, N° 100-84, Dic. 1991, pp. 26-27.
Muy bello el texto.
ResponderEliminarGracias Gloria. Me alegro que te haya gustado!
EliminarMuchas felicidades por la calidad de las reflexiones.Sigo su blog y me gusta mucho.
ResponderEliminarSaludos desde Tenerife,
Mayte.
Muchas gracias por su gentil comentarios y por seguir mi blog. Le envío un saludo cordial.
EliminarFelicitaciones. Maravillosa entrevista; trata los temas que interesan a quien la lee.
ResponderEliminarMil gracias. Me alegra que te haya gustado.
EliminarMaravillosa entrevista. Gracias, Katherine. Tu trabajo, investigación, voluntad de hacer, tu minuciosa mirada y tú gran sensibilidad hacia las artes se notan en cada letra, palabra, frase que dicha o escrita logras trasmitir hasta el corazón y más allá. Un abrazo inmenso
ResponderEliminarGracias. Aprecio muchísimo este bello comentario. Me anima a seguir adelante.
EliminarQué buena entrevista y reflexiones Katherine !
ResponderEliminarGracias Nieves, me alegra mucho que te haya gustado.
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